CAPITULO NOVENO
Paquete y yo nos internamos en
la noche del Raval.
La noche del Raval, en según
que calles, se te mete en el alma y sientes deseos de remeter las
manos en los bolsillos, agachar la cabeza y andar deprisa hacia
lugares menos ominosos, escapar de esas calles donde la oscuridad les
roba, sin el menor esfuerzo, la belleza nostálgica que lucen de día.
Pero Paquete parecía inmune a
según que intimidaciones y seguía hablando.
¿Quieres saber lo que decimos
en el cuerpo respecto a que cualidades debe tener un policía sobre
todas las cosas?.
-Claro, como no, aun me queda
espacio para ampliar horizontes.
-Toma nota: “Vista larga
para verlos desde lejos, pasos cortos para ver si antes de llegar se
matan entre si y así te libras de intervenir, y mala leche para dar
una hostia antes que te la den a ti”.
Sonreí.
Poco, pero sonreí.
Entiéndanme, la parrafada de
Paquete me había hecho gracia, pero con esa clase de fulanos tienes
que medir hasta las sonrisas.
Deje que Paquete siguiera
hablando.
Nos quedaban aun muchas mafias
por repasar.
A Paquete ya no hacía falta
pedirle que hablara, estaba enchufado.
-Tenemos la rusa, la china, la
de la antigua Yugoslavia y cualquier otra que se te ocurra, -dijo
Paquete mientras miraba a un tipo que pateaba una persiana metálica
acribillada con grafitos de colores, y gritaba que tenía hambre, que
no había comido suficiente. La puerta pertenecía a una asociación
benéfica que facilitaba comida a indigentes y a sin techo. Un cartel
informaba que hacía más de una hora que había terminado su horario
de servicio.
-Abre la puta puerta, me cago
en Dios, te crees que con esa mierda que me habéis dado de comer
tengo suficiente. Ya hace más de tres horas que no como, joder, que
ya me he cagado en todos vosotros y en vuestros muertos, panda de
cabrones.
El hombre tendría alrededor
de sesenta años, o quizás cuarenta y se había dado mucha prisa por
ir quemando etapas hacia la destrucción. Todas y cada una de las
prendas que cubrían su cuerpo estaban arrugadas como si durmiese con
ellas puestas, -probablemente lo hacía-. Bajo una melena de color
gris que le llegaba hasta los hombros tenía los ojos inyectados en
sangre y lanzaba furiosas miradas a su alrededor buscando alguien que
le ayudara a patear la puerta y se uniera a sus gritos. Estábamos en
la calle Robadors, entre putas y sus potenciales clientes que
acababan de convertirse en espectadores del espectáculo gratuito que
ofrecía aquel hombre.
El tipo que tenía hambre, y
se había enfadado con la puerta grafiteada, había reunido a un buen
número de personas, aunque ninguna de ellas parecía demasiado
dispuesta a unirse a sus protestas, más bien daban un paso atrás
para evitar ser victimas de la furia del hombre, quien a juzgar por
las miradas que le dirigían los espectadores, era allí tan
apreciado como un fiscal en una cárcel de máxima seguridad.
Un chaval, que al empezar los
gritos, estaba observando la puerta pintarrajeada por si aun quedaba
un espacio libre y podía desenfundar el spray, se había arrinconado
voluntariamente en un portal que tenía la puerta abierta y meditaba
acerca de la falta de respeto que la sociedad muestra con el espíritu
artístico.
Si Van Gogh levantara la
cabeza podrían intercambiar información.
Y ahora que lo pensaba… ¿que
no hubiese hecho Van Gogh con un juego de sprays?.
El tipo que gritaba miró a su
alrededor y comprobó que aquella cruzada la iba a tener que luchar
en solitario o retirarse a sus cuarteles de invierno. Lanzó una
nueva patada a la puerta tratando de hundirla con la planta del pie
en alto y la reacción al impulso exagerado unido a un equilibrio
precario le lanzó contra nosotros.
Olía a coñac barato y a
orines.
-¿Te has meado encima, verdad
basura?,-le preguntó con dulzura Paquete.
El hombre dio un paso atrás y
clavó la mirada en el suelo.
Paquete le dio la espalda y
empezó a andar.
Yo no, no le doy la espalda a
nadie a quien haya insultado o maltratado, soy demasiado cobarde para
pegar a alguien y ofrecerle la espalda. Prefiero verle venir de cara.
El cuchillo que sacó el
borracho probablemente provenía del comedor de beneficencia, pero lo
había afilado y convertido en un arma que bien usada podía ser
mortal. Son las cosas que se aprenden en la trena y aquel fulano
debía ser cliente habitual. Lo cogió por el mango, en la posición
de clavar y rasgar y se dirigió a la espalda de Paquete.
Yo había quedado dos pasos
rezagado respecto al policía. Cuando aquel elemento me adelantó, y
antes de que llegase a clavarle el cuchillo, tuve tiempo de agarrarle
por la melena y tirar de ella para hacerle perder el equilibrio. La
grasa y la suciedad del pelo provocó que mi mano resbalara y a punto
estuve de fracasar en mi intento de frenarle.
El cuchillo emitió una corta
melodía al rebotar en el suelo. La gente que antes miraba al
borracho mientras pateaba la persiana metálica ahora nos miraba al
borracho y a mí. El borracho gemía y sangraba por un corte en la
ceja que se había hecho al golpear la cara contra el pavimento.
Paquete se acercó y dijo sin
mirar a nadie en particular: -tengo que acostumbrarme, ya no llevo el
uniforme y gilipollas como este se creen con licencia para matarme -
luego se agachó al lado del borracho y le propinó una patada en la
cara. No demasiado fuerte, pero también empezó a sangrar por la
boca.
La gente seguía mirando.
Para ver a Clint Eastwood te
hacían pagar y aquella la daban gratis.
Se escucharon unos aplausos,
tímidos.
Ningún abucheo, ganábamos
por goleada.
Los abucheos probablemente
hubiesen sustituido a los aplausos en caso de que Paquete llevase
uniforme, por la calle Robadors el aprecio por la policía no es
precisamente el sentimiento que se lleva con mayor intensidad.
Una puta empujó a un tipo,
que trataba de sacarle partido al lío metiéndole mano, y dijo algo
que ponía en duda la honorabilidad de su madre.
El artista del spray se
rascaba la entrepierna con dedicación. Aquello no había dios que lo
pintase a spray, y los pinceles no se le acababan de dar bien. En
realidad el chaval suspendía la asignatura de dibujo un curso detrás
de otro.
Por la otra punta de la calle
Robadors se acercaban sin excesiva prisa dos Mossos de Escuadra.
Paquete recogió el cuchillo
me miró y dijo:,-ahora regreso, si esta basura intenta moverse del
suelo, le pateas los riñones. Se dirigió en línea recta a los
policías que se acercaban, sacó el billetero del bolsillo trasero
del pantalón, lo abrió y se lo enseñó a los Mossos. Con una
farola cerca se hubiese visto relucir la placa del cuerpo de policía.
Se pararon los tres y
mantuvieron una breve conversación de no más de cuatro minutos.
Paquete, sin girar el cuerpo, señalaba por encima de su hombro en
nuestra dirección y los Mossos asentían.
El borracho al ver como se
encapotaba el cielo sacó el manual de buenas maneras y me dijo:-Me
duele mucho colega, deja que vaya a que me curen.
-Si tratas de levantarte te
patearé el culo, así que tranquilito, no me gusta la gente que
juega con cuchillos afilados.
El Mosso de Escuadra que
acababa de llegar me dijo:-ya se puede marchar, no se preocupe,
nosotros nos hacemos cargo.
Cuando me marchaba, el
borracho me llamó: -me acabo de follar a tu madre, capitalista de
mierda.
-Márchese, -repitió el
Mosso.
-Por el culo,-apostilló el
tipo sin intentar levantarse.
El otro Mosso sacó las
esposas y se acercó al borracho que murmuraba acerca del culo de la
madre de todos nosotros. Casi sin moverse le plantó el pie sobre la
mano al tipo que se creía con el derecho de usufructuar el culo de
la madre de todos los capitalistas de mierda.
El borracho aulló de dolor.
El pie del Mosso visto desde una prudente distancia debía ser un
cuarenta y seis y soportaba como ochenta kilos de peso.
Eso duele.
La gente seguía mirando.
Una mujer de apariencia
gastada se recostó en la pared, encendió un cigarrillo que acababa
de gorrear de uno de los curiosos, miró al tipo al que estaban
esposando y murmuró:-que te jodan hijo de puta.
Parecía hablar con
conocimiento de causa.
Tal vez era la que había
aplaudido antes.
O su esposa.
Algo me molestaba en la mano:
tenía un colgajo de pelo sucio pegado a ella, sacudí la mano con
fuerza hasta que se desprendió.
En cuanto pudiese me lavaría.
Al tipo era probable que le
quedase una clapa.
Me encogí de hombros, que
fuera por lo de mi madre.
Paquete se acercó, traía la
palabra “gracias” cosida a la boca, pero debía haberla cosido
con demasiada fuerza ya que no se le soltaba.
-¿En que mafia
estábamos?,-preguntó.
Me encogí de hombros.
-Los rusos,-dijo, luego se
quedó mirando al suelo y cambió el discurso.
-Son veinte años en el cuerpo
y aquel uniforme se te queda pegado a la piel, tengo que
acostumbrarme a no dar la espalda a los mal nacidos como el que
acabamos de conocer, son basura pero pueden resultar peligrosos.
Tengo que acostumbrarme a no dar la espalda a la gente, ahora no soy
más que un fulano con una cazadora deportiva. A un policía antes de
apuñalarle por la espalda te lo piensas dos veces. En fin, los
rusos, pero es mejor que vayamos a algún local elegante a tomar una
copa y te lo contaré allí, la amiga que espero encontrar estará
allí.
El local elegante se llamaba
“El Miedo”.
Hay gente con gracia para
bautizar locales.
Cuanto más elegante el local
más se esmeran buscándole un nombre apropiado.
De una boca de alcantarilla
salía ruido y un vaho húmedo. Tal vez allí debajo había una
discoteca de ratas, no estábamos muy lejos del Mercado de la
Boquería, en esa zona las ratas están muy bien alimentadas, son
gordas y lustrosas. No existe el peligro de que, como sucede en New
York, donde la gente, al regreso de sus vacaciones en Florida suelta
las crías de caimanes en el alcantarillado público, estos se
reproduzcan y lleguen a representar un peligro. Aquí no existe ese
riesgo, las ratas de la Boquería se los comerían.
La puerta de “El Miedo” no
desmerecería a la de un club privado de cualquier calle digna y
respetable de una ciudad respetable y digna, como la nuestra pongamos
por caso. Para entrar se debía llamar a un timbre rojo hundido en un
alveolo circular, al lado lucía una placa con los diez primeros
números, un botón verde y otro rojo. Paquete marcó cuatro números
y el botón verde.
Me pregunté que utilidad
tendría el timbre rojo.
Paquete, sin necesidad de
preguntarlo, dijo:-el timbre es para los que no son socios, alguien
viene a abrir y decide si te deja entrar, poniendo el código no es
necesario..
La puerta se abrió con un
leve zumbido.
Tal vez si pulsabas el botón
verde y no dabas con el código correcto, la misma puerta te gaseaba.
Nunca juegues con la
tecnología.
Entramos, el local olía a
avaricia y a pasiones desmesuradas, a lágrimas derramadas
inútilmente y a lamentos que nadie se ha tomado la molestia de
escuchar. Paquete me miró de una forma curiosa, se rascó la frente
con la punta del dedo índice, se mordisqueó el labio inferior
morosamente y finalmente dijo: -Si aquí dentro alguien intenta
joderte te sacaré del apuro, te debo una, aunque por lo que he visto
antes te defiendes bastante bien solo.
El cabrón lo había
conseguido, me lo había agradecido sin darme las gracias.
La clientela del local se
adaptaba bien a la categoría de escoria a juzgar por la forma en que
te miraban simulando que no lo hacían. Simplemente con un vistazo
rápido pude comprobar algo que siempre me hace pensar: la belleza
hace soñar a las mujeres y esos sueños las convierten en bellas y
deseables, las mujeres de aquel local serían escoria, pero una
escoria bella. A los hombres la belleza nos obliga a desear, muchas
veces sin esperanza, y eso nos afea, los hombres de aquel local eran
escoria, simplemente eso. Toda la capacidad de generar deseo se la
habían quedado ellas.
Ni ellos ni ellas pertenecían
a la clase de escoria que acaba en la cárcel.
En cuestión de escoria hay
clases, colores, grados, precios y hasta variedades exóticas.
Aquella era de la variedad
“respetable escoria ciudadana”
El camarero que presidía la
barra iluminada como un jukebox de los años sesenta era la nota
discordante, se trataba de un efebo homosexual, de elegancia
caprichosa. Su apariencia era la de acabar de estrenar la mayoría de
edad y mostraba los modales dignos del encargado de bar de un hotel
de cinco estrellas. Cuando vio a Paquete le saludó con un ligero
movimiento de cabeza y sin pronunciar palabra le puso delante un vaso
con algo parecido a lo que habíamos tomado en el antro donde nos
conocimos, luego me miró hizo revolotear graciosamente las pestañas
cargadas de rimel y preguntó. -¿El señor?.
-Whisky, -le dije.
Asintió con un movimiento
elegante y se deslizó hacia la estantería, se movía dando la
impresión que el suelo que pisaba era hielo sobre el que podía
patinar gracilmente. Cogió una botella de Canadian Club, me la
enseñó y esperó que asintiera, cuando lo hice me sirvió.
-¿Qué hace en este local un
chaval como ese?.
-Ese chaval tan encantador, es
el “Ama dómina” más cabrona que te puedas imaginar, le gusta
hacer daño y si le pagan aun le gusta más, no te dejes engañar por
las apariencias. Ven, vamos a aquella mesa, -me señaló una mesa
vacía en una zona de penumbra-, y te contaré acerca de los rusos,
de los chinos y de la madre que los ha parido a todos ellos.
-¿Aun tienes ganas de hablar,
no está la amiga a quien querías ver?.
-Si, si está, ya vendrá
ella.
Me encogí de hombros. Es un
gesto que no compromete ni satisface, se hace para justificarte ante
ti mismo, el momento para hacerlo parecía adecuado.
Antes de que yo acabara de
sentarme Paquete ya estaba hablando.
-Los rusos son unos
fantásticos generadores de mafias. En nuestro país parece que la
más arraigada es la Tambovskaya. Sus jefes los “vor v zakone”
acostumbran a fijar su residencia en lugares lujosos, la Costa Brava,
la Costa del Sol, Baleares, sitios donde gozan de sol y comodidades,
la sordidez no les interesan. Al Raval si vienen es a trabajar, luego
se largan, aunque normalmente quien viene es la clase de tropa.
Mientras Paquete comenzaba su
explicación di una ojeada al local. Mis ojos se habían acostumbrado
a la semipenumbra en la que estaban sumergidas todas las mesas y
podía distinguir detalles que al entrar me resultaron poco
evidentes. Había rincones oscuros ideales para llevar a cabo oscuras
actividades, aunque no fue ese detalle lo que más me llamó la
atención. Desde más de una mesa capté la atención que mostraban
hacia mí sus ocupantes. Se lo dije a Paquete.
-Te están valorando,
-respondió.
Hice un gesto de
incomprensión.
-Tratan de adivinar el daño
que les puedes hacer o el que te pueden hacer ellos a ti, quieren
saber si puedes ser dueño de su dolor o ellos del tuyo.
-¿A que viene aquí la
gente?.
-A sufrir, aquí todo el mundo
viene a por su ración de dolor, de una manera o de otra, todos
vienen a eso.
-¿Sadomasoquismo?.
-No necesariamente, para mucha
de esa gente el dolor físico es vulgar, no es eso lo que desean,
otros si pero este no es un antro donde se practique sexo enfermizo.
Pero, tal como te he dicho, todos recibimos nuestra ración de dolor,
nosotros somos los enfermos. Si vinieses habitualmente por aquí tú
también tendrías tu ración, el dolor crea habito tal como puede
hacerlo la heroína, el alcohol o el tabaco, cada uno el grado de
dolor que necesita o es capaz de soportar. Somos una panda de gente
herida por la vida y no hemos encontrado mejor lugar para reunirnos
que este, probablemente el dueño lo abrió con la intención de que
fuese un lugar convencional, pero los lugares los hace la gente que
los frecuenta. Ya sabes que cuando mucha gente herida se reúne el
único remedio que encuentra para sus males es seguir hiriéndose.
Unos encuentran alivio al recibir dolor, otros en proporcionarlo,
otros de ninguna de las dos maneras, o de las dos. Vete a saber, la
cuestión es que este es nuestro lugar de encuentro.
-¿Cual es la tu ración de
dolor?.
Paquete dudó antes de
contestar.
-La mía es una mujer. Ya me
ha visto, pronto vendrá, tratará de seducirte a ti y hacerme sufrir
a mí.
-¿Es eso lo que quieres?.
-No, yo la quiero a ella.
-Y no la tienes.
-Nunca del todo. En ocasiones
se me entrega, pero es solo para tenerme a su disposición cuando
quiere hacerme sufrir.
-¿Has hablado con ella?.
-Nosotros, ahora, apenas
hablamos, solo nos hacemos daño.
-¿Tú también le haces
daño?.
-Yo se lo hice, metí a su
hombre en la cárcel, todavía está allí y le queda una buena
temporada.
-¿Se lo merecía?.
-Es un asesino, claro que se
lo merecía. Más pronto o más tarde saldrá y vendrá a por mí,
tal vez entonces arreglemos este asunto de una vez. Tendrá que
escoger.
-¿No lo ha hecho?.
-Si, me ha escogido a mí.
Sabe que su marido es un asesino, que si vuelve con él sufrirá de
nuevo lo que ya sufrió.
-¿Pues cual es el problema?.
-No sé, el ser humano es
extraño. Tal vez tenía la esperanza de solucionar el problema por
sus propios medios, de tomar ella la decisión que la liberara y no
me perdona que fuese yo quien la liberase. O quizás no me perdona
que en lugar de meter en la cárcel a su marido no le matase. Mira,
ya viene.
Miré en la dirección que,
con un movimiento breve de cabeza, me indicaba el ex policía. Una
mujer se acercaba lentamente en dirección a nuestra mesa.
La observé venir, debía
rondar los cuarenta años, mostraba unas formas rotundas en un cuerpo
que el tiempo aun no había conseguido vencer. Se paró frente a
nuestra mesa, me miró con ligereza estudiada y sin dejar de hacerlo
se dirigió a Paquete.
-Pensé que hoy no vendrías,
lo haces sin avisarme y además acompañado, ¿no me vas a presentar
a tu amigo?.
-Claro, como no, se llama
Atila, me acaba de salvar la vida.
-Encantada Atila, yo me llamo
Carmen, como la de la Opera. Así que le has salvado la vida a
Paquete y él te trae aquí como muestra de agradecimiento. Su forma
de mostrar agradecimiento es un tanto peculiar, si le conoces ya lo
debes saber, y si no es así ya lo iras viendo.
Paquete miraba a la mujer
haciendo esfuerzos para no interrumpirla. Ella aun no le había
mirado, lo hizo brevemente para preguntar: -¿te importa que me
siente con vosotros?.
-Siempre eres bienvenida,
Carmen.
La mujer sonrió brevemente,
se sentó al lado de Paquete y pareció olvidarle, toda su atención
iba dirigida a mí. Era una situación absurda de tan evidente: yo
era el arma que Carmen empuñaba para herir a Paquete. Si en alguna
ocasión a lo largo de mi vida he sentido deseos de levantarme de una
mesa y salir huyendo fue aquella noche en aquel antro. Un hombre es
incapaz de llegar al nivel de corporativismo que muestra la menos
corporativa de las mujeres. Por si fuera poco, en mi caso particular,
padezco frecuentes ataques de humanofóbia que me hacen aun menos
proclive a sentirme hermanado con los de mi genero. Pero así y todo
aquella escena iba camino de tomar un sesgo que me disgustaba
profundamente. Mi sentimiento oscilaba entre la incomodidad de ayudar
a una mujer a herir a un hombre y la atracción que cualquier hombre
siente hacia cualquier mujer, especialmente si ella se le ofrece, las
valoraciones acerca de belleza, conveniencia, necesidad y deseo
vienen a continuación de esa atracción instintiva. Aquella mujer
desprendía una sensualidad que se te pegaba a la piel como un
perfume pesado, exageradamente denso, lo que hacía aun más difícil
no pensar en la posibilidad de poseerla mientras Paquete nos cuidaba
las copas. Si aquella sensualidad estaba exacerbada por le dolor, tal
como había dado a entender Paquete, comenzaba a comprender a aquella
gente. Al menos durante un rato tus problemas, tu dolor, quedaría
diluido en la locura de la posesión.
Junto a la sensualidad de
Carmen, en el mismo envoltorio, iba un poso de amargura y tristeza,
residentes en el fondo de su alma, que te hacía desear cuidarla
mientras te clavaba las uñas en la espalda y te hacía sangrar sin
dejar de mirarte a los ojos.
Me sonrió con falso recato,
sus ojos decía que tenía mucho dolor para compartir y que estaba
dispuesta a hacerlo, que mientras la ayudara a sobrellevarlo podría
hacer con ella lo que quisiera. Un beso tierno, un azote, un
desprecio cruel, una caricia intima, cualquier cosa mientras fuese
para ella.
-¿Y tú que haces, Atila,
has venido ha darte un baño de exotismo?.
-Es detective privado,
necesita información -dijo Paquete confirmando algo que resultaba
innecesario.
-¡Oh Dios, que interesante!,
dijo Carmen sin dignarse mirar a Paquete quien curvaba los labios en
un remedo de sonrisa que me hizo pensar que lo mejor sería no
hacerle sonreír abiertamente.
-Si, necesito
información,-dije por decir algo, cada vez más interesado en
largarme.
-Debes tener una vida
apasionante y muchas cosas para contar, pienso que hasta podríamos
colaborar, quiero decir intercambiar experiencias para ampliar
nuestro conocimiento del ser humano. Yo soy siquiatra.
Yo había descartado puta de
alto standing, demasiado atormentada. Iba camino de descartar
periodista del corazón, demasiado orgullosa a juzgar por su relación
con Paquete. Tampoco la veía como medico o enfermera, con sus
tendencias sería el marido quien estaría esperando que ella saliera
de la cárcel. Tampoco la veía como secretaria de dirección, sus
ganas de agradar no tenían que ver con el acatamiento a una
jerarquía superior. Pero hasta llegar a siquiatra hubiese pasado
mucho tiempo adjudicándole a Carmen modos de ganarse la vida.
-No es tan distinto, -dijo
Paquete sin dejar de curvar los labios de aquella manera tan
peculiar,-los dos conocéis gente que acaba en la cárcel acusado de
asesinato. Claro que esto a mi también me pasa.
La expresión de Carmen osciló
entre un dolor rayano en la desesperación y un desprecio de
profundidad insondable y por primera vez sus ojos se dirigieron a
Paquete. La mirada iba impregnada de una mezcla de sentimientos
difíciles de interpretar, había en aquella mirada odio, aunque
quizás también amor y con absoluta seguridad necesidad.
No me pregunten que era, lo
que con exactitud necesitaba aquella pareja, el ser humano necesita
tantas cosas y tan dispares que era difícil adivinarlo. Aunque si de
una cosa estaba seguro era de que aquellos dos sabían como hacerse
daño.
Aunque empezaba a sospechar
que difícilmente podrían pasar el uno sin el otro.
Les miré. Salir de aquella
mesa sin heridas iba a resultar tan sencillo como conservar bolas de
nieve en un horno crematorio.
Quise cambiar el sesgo de la
conversación.
-¿Siempre está así de
animado el local?.
-Casi siempre, si quieres te
lo puedo enseñar todo, tiene rincones interesantes, -la mujer hizo
amago de levantarse.
-Déjalo Carmen, Atila ya se
iba, -en el tono amenazante del ex policía iba implícito un ruego
que no podía dejar de apreciar.
-Deja que decida él, -Carmen
enfrentaba su dolor con el mismo ruego que lo hacía él.
Yo hacía ya un buen rato que
había decidido.
-Gracias Carmen, estoy seguro
que sería una visita interesante, pero Paquete tiene razón, no
quiero llegar tarde a casa, hace un momento se lo estaba contando.
-Pasa a buscarme mañana por
el mismo sitio de hoy, continuaremos con eso que te interesa, -dijo
Paquete sin dejar de mirar a la mujer que no apartaba sus ojos de mí.
Con aquella escena, hubo un tiempo en que algún director italiano
cubriría media hora de película. Aquellas eran películas cómodas,
podías echar una siesta y no perderte apenas argumento.
Cuando me levanté Carmen
reposaba las dos manos sobre la mesa como si estuviese a punto de
iniciar una sesión de espiritismo. Ahora si que miraba fijamente a
Paquete. Lo último que recuerdo de aquel mal trago es la voz de
Carmen: -espero verte pronto Atila.
Seguía mirando a Paquete,
cuando lo dijo.
Cuando salí a la calle
tragué tanto aire como me fue posible y luego lo exhalé despacio
procurando que ni una sola gota del que había respirado en “El
dolor” quedara dentro de mis pulmones.
De la boca de la alcantarilla,
que cubría la discoteca de ratas, seguía saliendo la leve humareda
de antes, sin embargo el ruido llegaba más atenuado. Quizás, a
partir de determinada hora, cesaba la música para no turbar el ruido
de los vecinos y solo se fumaba crack y se apostaba ilegalmente.
Necesitaba andar un buen rato
para desentumecer el alma. Anduve por callejones estrechos, húmedos
y poco transitados, a aquellas horas, hasta salir a la Ronda Sant
Antoni, allí putas gastadas llegadas de países tan gastados como
ellas mismas paseaban su miseria tratando de intuir la necesidad de
los caminantes masculinos. Caminé en dirección al Paralel sin hacer
caso de las diversas declaraciones de amor que iba recolectando.
En el cruce de Ronda Sant
Antoni y Marques de Campo Sagrado hay uno de esos habituales
parterres ciudadanos en el que subsisten, cubriendo todos los grados
de salud, plantas ornamentales, junto a ellas el Ayuntamiento había
plantado dos bancos de madera. En uno de los bancos dormitaba una
mujer blanca, joven y de aspecto desastrado, a su lado descansaba el
típico hatillo de objetos propios de los sin techo. Un negro muy
alto y delgado recorría a pasos tranquilos la periferia del
parterre, observándolo con atención, en ocasiones agachándose
levemente para echar un vistazo cuidadoso a la rala frondosidad. Tuve
la sensación de que allí se estaba produciendo un suceso, si más
no, curioso, en caso contrario el tipo sufría de morriña por la
selva. Me senté en el banco que quedaba libre y sin dejar de
observar procuré que mi atención no se hiciera ofensiva, no quería
que se sintieran incómodos, entre otras cosas para que no dejara de
hacer lo que estaba haciendo. El negro parecía buen chaval y
aparentemente le daba lo mismo que le mirase o que me marcara unos
pasos de baile. La chica dormía sin meterse con nadie, así que ya
me ven de madrugada haciendo compañía a un negro alto y delgado
agachado junto a una mierda de parterre y a una colgada que dormía
en los bancos de madera.
Lo de la chica parecía claro,
por su aspecto había descartado que fuese una rica heredera de
costumbres exóticas. Lo que me excitaba la curiosidad era el
comportamiento del negro, en caso de tratarse de una danza ritual de
la liturgia yoruba sería la primera vez que tenía ocasión de
observarla.
Pasaron tres, tal vez cuatro
minutos hasta que se desveló el misterio: el hombre negro se paró,
levemente agachado frente al parterre y bisbiseó un mensaje en una
lengua extraña para mi. Al cabo de pocos segundos aparecieron dos
gallinas, pequeñas y con el plumaje estropeado. El hombre cabeceó
asintiendo y se acercó al banco donde la mujer dormitaba, le susurró
algo al oído, ella asintió sin levantar la cabeza y el hombre se
dispuso a pasear de nuevo frente al parterre. Ahora que ya tenía el
misterio ubicado no me costó ver el movimiento de las dos gallinas
picoteando por dentro del parterre, apenas una oscilación de las
plantas .
Aquel tipo tal vez fuese
nigeriano, pero sin la menor duda no era ni un Guy y mucho menos un
Oga. Él pastoreaba sus dos gallinas en el centro de la ciudad.
Probablemente era toda la fortuna que, junto al atillo que guardaba
la mujer, poseía. Por muy curioso e increíble que fuera la escena,
la ciudad me acababa de mostrar que aun quedaba espacio para convivir
con las viejas costumbres y que si le echas imaginación a la vida
puedes sobrevivir hasta en el infierno.
Todo es cuestión de romper
barreras.
Y que no te pillen.
Traté de imaginar la cara del
alcalde delante de aquella escena.
No pude.
Y eso que lo intenté en
varias ocasiones mientras caminaba en dirección a casa.
Lo que si se me ocurrió fue
una idea para trasladarle al alcalde: con un poco de imaginación se
podría promocionar entre el turismo la selva de Barcelona. De
acuerdo, el parterre, por su tamaño no llegaba ni a selva bonsai,
pero tenía vegetación, negro, y animales más o menos salvajes.
Y en Barcelona parterres como
aquel hay muchos, en cualquier momento se podría acometer una
ampliación, materia prima para ello tenemos.
No sentía el menor deseo de
entrar en mi casa, tomarme un whisky y meterme en la cama fría
esperando a que el sueño me venciera. Me convenía un cuerpo
caliente a mi lado.
Y no me gustan las putas,
conozco a demasiadas.
Nunca me han proporcionado el
menor consuelo. Tienen el coño tan frío como las sabanas de un
esquimal y tanta mierda en el cerebro que es mejor mantenerse a
suficiente distancia para no olerlo.
No podía quitarme a Carmen de
la cabeza.
Aquella noche necesitaba a una
Carmen.
Tal vez al llegar a casa
encontrase en mi agenda la solución a mis problemas. En ocasiones
una ronda de llamadas telefónicas...
En mi agenda hay mujeres que
cuando se emborrachan me consideran un tipo atractivo.
En ocasiones ni siquiera es
necesario gastar demasiado licor.
Mire el reloj, demasiado tarde
para la solución de la agenda.
Imagino que alguien pensará
que lo que me conviene es casarme.
Pero eso ya lo hice, seguí un
procedimiento de lo más convencional para hacerlo. Conocí a una
mujer, en un momento de descuido me enamoré y al momento siguiente
estaba casado. Poco tiempo después tenía una sentencia de divorcio
y la obligación de mantener a una mujer que me importa un carajo.
También tenía el convencimiento de que una noche con los pies fríos
en una cama desierta no era lo peor que me podía pasar.
Pero cuando llega la cuestión
es francamente incómodo.
Aquella noche necesitaba poner
una Carmen en mi cama.
El bailongo al que me dirigí,
una discoteca de veteranos, estaba lleno de Carmenes. Parado en la
puerta me pregunté ¿por qué?.
Ni yo mismo sabía lo que
preguntaba.
No necesitaba una pregunta,
cualquier pregunta era innecesaria.
Necesitaba una respuesta.
La respuesta me la dio la
sonrisa voluntariosa de una rubia sentada en la barra. Parecía tan
desesperada como yo, acababa de rechazar las proposiciones de un tipo
guapo mucho más joven que ella, quien se alejaba sin entender la
razón por la que le había rechazado, sin darse cuenta de que no era
importante mientras la entendiese ella.
Me acerqué para comprobar
hasta donde llegaba su desespero.
Tan lejos como el mío,
llegaba. Y ya había bebido lo suficiente aquella noche para
comprobar que sus ilusiones y los deseos del mundo iban por sendas
distintas.
Le dije algo sacado del manual
de seducción para casos de urgencia. Me respondió con una respuesta
del capitulo de aceptaciones sin entusiasmos excesivos.
En aquellos momentos su voz me
recordó el susurro de un pañuelo de seda rozando las alas de un
cisne de mármol. Es algo que me sucede con la voz de cualquier mujer
a la que desee tumbar desnuda en una cama y me anime con su sonrisa.
Estuve a punto de preguntarle
la razón por la que había rechazado al tipo guapo mucho más joven
que ella, pero conocía la respuesta y me gustaba, así que no lo
hice.
A su lado, en la barra, una
mujer joven y atractiva, ataviada con mucho perfume y poca cosa más,
que al entrar me había avisado, con la mirada, que si me acercaba
avisaría al encargado de echar a los borrachos a la calle, ahora me
miraba con afecto.
Son las cosas de la
competencia.
Invite a bailar a la mujer que
despedía a los tipos guapos más jóvenes que ella.
Mientras bailábamos le
pregunté si le gustaría conocer una casa fea con un hombre cariñoso
dentro.
-¿Tú eres el hombre?, -me
preguntó venciendo su cuerpo contra el mío.
-Si.
-¿Y la casa es muy fea?.
-Mucho, pero si la tuya está
mejor podríamos ir allí.
-No, a mi hija no le gustaría,
creo que me conformaré con la casa fea siempre que me prometas que
el hombre será cariñoso.
Se lo prometí. Acostumbro a
serlo. En las relaciones cortas solo los hijos de puta se portan mal.
Cuando, abrazados, entramos en
casa, vi por su cara que la fealdad de mi casa había superado sus
peores temores. Imagino que fueron las cañerías que surcan el
techo. Afortunadamente el concierto de cañerías empieza alrededor
de las siete de la mañana.
Me apresuré a sacar la
botella de Lagavulin que me había regalado Samuel y le conté el
maravilloso plan que tenía pensado para aquella noche.
-Tenemos el mejor whisky, los
vasos están limpios, las sabanas acabadas de cambiar y yo me muero
de ganas de hacer el amor contigo.
Le pareció bien.
Alabó el whisky.
No se quejó de la limpieza de
las sabanas.
Y en un momento de la noche me
dijo: -si que eres cariñoso.
No esperaba respuesta porque
sin darme tiempo me mordió suavemente los labios y su lengua buscó
la mía una vez más.
Por cierto, se llamaba Carmen.
A la mañana siguiente
intercambiamos teléfonos.
Estábamos llenos de
agradecimiento.
Al empezar la noche estábamos
solos, luego, durante unas cuantas horas nos ayudamos a olvidarlo.
Algo muy de agradecer, lo
mires como lo mires.
Así que intercambiar
teléfonos fue una buena idea. En ocasiones tienes compañía de cama
que ni siquiera ha logrado hacerte olvidar que estás solo. Carmen lo
logro.
¡Que coño!, un número de
teléfono y la posibilidad de que lo use demasiado a menudo es un
precio bajo.
Hay ocasiones en que observo
mi cara, cada vez más cansada, en el espejo y le digo: Amigo mío,
si al despertarte por la mañana encuentras en tu cama a una mujer
que no está borracha, o solo lo está moderadamente, alégrate. Tu
caché está subiendo.
Estamos hablando de una de
esas mañanas.
NOTICIA DE PRENSA.-
3/05/2011
El Pais.com
Un jefe de la organización
mafiosa rusa Medvekovskaya Orekovskaya ha sido detenido en Madrid.
Al detenido se le implica en
una treintena de asesinatos, entre ellos el del investigador
principal de la fiscalía de Odintsovo.
Dmitry Konstantinovich Belkin,
nacido en 1971 en San Petersburgo tiene un curriculum especialmente
sanguinario y ha usado, al menos, una quincena de identidades falsas
para moverse entre Cataluña y Madrid. Fue detenido en la calle
Mercenado junto con su esposa, ella portaba una gran cantidad de
dinero encima que justificó diciendo que era para “sus gastos
personales”.
NOTICIA DE PRENSA.-
24/09/2011
El País.com
Ha sido detenido en Madrid Ion
Clamparu, uno de los mayores traficantes del mundo. Es sospechoso de
haber creado a finales de los años noventa una multinacional del
crimen entre Rumania, España e Italia con la que ha movido millones
de euros, no solo gracias a la prostitución, también con la
clonación de tarjetas y otros negocios ilegales.
Vestía elegantemente,
conducía coches caros y jamás se relacionaba con los integrantes
del submundo de su imperio.
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