FILOSOFIA
Es
un lugar común entre la mayoría de la gente que en nuestra profesión,
cuando estamos a punto de cumplir un encargo, -usando el eufemismo más
común: entregar el paquete- lo recomendable es dejar la mente en blanco,
vaciarla de cualquier consideración, dejar que el cuerpo flote en una
suerte de líquido amniótico para que nada interfiera con nuestro
trabajo, un trabajo de exquisita precisión.
No es mi caso. Yo, cuando estoy
esperando a cumplir un encargo, filosofo, siendo el objeto de mis
pensamientos mi propia persona y el mundo que me rodea como un elemento
necesario para mi desarrollo.
Quizás filosofar sea un término
sumamente pretencioso tratándose de mí. No soy un hombre especialmente
dotado para la filosofía, envidio a quienes lo están. No soy un hombre
especialmente dotado para nada en concreto, nunca he destacado en
disciplina alguna, ni física, -mis perfomances atléticas, siendo
caritativo, no pasan de discretas- ni intelectual, -mi coeficiente i se
situa en una parca mediocridad. Y si hemos de ser sinceros ni siquiera
soy un hombre completamente normal. Como todo ser humano he buscado a lo
largo de mi vida, si no la admiración de mis semejantes, su aceptación,
su reconocimiento como una entidad perteneciente a la misma ralea. Poco
dotado para la actividad física mi tendencia natural ha sido siempre
refugiarme en la introspección intelectual, y como he dicho antes no
estoy especialmente dotado para ello. Además y desde que comencé a
tratar de comunicarme a un nivel profundo con mis semejantes descubrí
que me afecta una notoria, desgraciada tartamudez.
Mi tartamudez crea un foso que separa
mi mundo del mundo que habitan mis semejantes hasta llegar a un punto
en que la forma menos dolorosa de vivir es no dirigir la palabra a
nadie, o a la menor cantidad de gente posible y en la menor de las
ocasiones posibles.
Mi defecto me separa especialmente de
conceptos como la belleza y la generosidad, nociones que acostumbro
relacionar con el mundo que existe al otro lado del foso que me separa
de mis semejantes. Durante un tiempo pensé que la forma de acercarme a
estos conceptos era denostarlos, mancillarlos, sin embargo pronto
comprendí que ese era un camino que no me conduciría a ningún lugar
deseable, ya que con frecuencia sentía la necesidad de cruzar el muro y
llegando al mundo al que no pertenecía firmar con él una especie de
armisticio.
Quizás alguno de ustedes piense que
estoy exagerando, que mucha gente sufre un defecto en su forma de
expresarse y que tal defecto no la lleva a considerar su vida un
capitulo separado del resto del mundo. Si, lo es, no tengan la menor
duda. Forzosamente debe serlo ya que cuando una persona habla está
tendiendo un puente entre su realidad y la de la persona o personas a
las que se dirige. El tartamudo cuando después de penosos esfuerzos
consigue articular su pensamiento en forma de palabras la realidad a la
que se dirige puede, normalmente lo hace, haber cambiado. Han
transcurrido unos segundos preciosos durante los cuales el resto del
mundo ha vivido una realidad distinta, en el menor de los casos, la
realidad del interlocutor del tartamudo ya está contaminada por
intereses ajenos a los de su interlocutor. La comunicación nunca será
tan completa o satisfactoria como sería de desear.
Antes, he dicho que mi defecto me
separa de conceptos como la belleza y la generosidad, sin embargo como
ser humano aspiro a la belleza como elemento que me aleje del horror de
vivir, y por tanto la busco y cuando la encuentro me refugio en ella. No
me refiero a la belleza que acompañada de la pasión o el simple deseo
enturbia la mente. Busco la belleza estéril de una gota de lluvia que el
sol torna irisada, pendiendo en equilibrio inestable de la punta de una
hoja que por efecto de la lluvia brilla con un verde renovado. Me quedo
absorto ante la belleza de un retazo de cielo azul recortado por la
negrura de unas nubes amenazantes de lluvia. Me siento prendido de la
dolorosa belleza de los coletazos de un pez en su agonía mientras busca
la vida que solo puede encontrar en el agua. Soy capaz de permanecer
inmóvil bajo la lluvia de una tormenta repentina viendo como mientras el
cielo grita y llora la gente corre a buscar refugio donde puede, sin
importarle el dolor del cielo, o las causas de ese dolor.
No me interesa la belleza fértil de
una mujer joven ni la decadencia de la belleza madura contenida en un
cuerpo caduco de mujer. La belleza debe ir acompañada de esterilidad, ya
lo he dicho, para que pueda apreciarla. Y esa búsqueda de la belleza no
es en mi una obsesión o una aspiración intelectual, es más bien una
justificación de mi presencia en este mundo. Me refiero, claro está, al
mundo de esta parte del muro, el otro, el que está al otro lado del muro
me trae sin cuidado, no necesito, por tanto, justificar nada.
Mientras espero pacientemente no
puedo evitar sonreír, hay gente que después de toda una vida de convivir
con sus propios defectos aun no ha aprendido a soportarse. No es mi
caso.
Fumaría gozosamente un cigarrillo,
dejaría que mi mirada se prendiese de las formas caprichosas de la
espiral de humo azulado que se movería a impulsos del escaso viento que
sopla a intervalos irregulares. No puedo hacerlo, eso sin ninguna duda
me distraería. Es mejor filosofar, mientras el cerebro urde teorías que
me ayudan a comprenderme, el ojo, el oído pueden estar alerta. Aunque de
vez en cuando interrumpo mis pensamientos para echar una mirada a la
puerta que da paso al hall del hotel, pero mi cliente aun no ha llegado y
no puedo entregar el paquete.
Sopla un aire ligero que refresca el
ambiente hasta el punto de que siento un poco de frío. No me importa, el
frío sin excesos ayuda a mantener la atención, también a pensar.
Mi cliente acaba de aparecer, le
acompañan dos tipos grandes con aspecto de guardaespaldas. Son, con
absoluta seguridad guardaespaldas, niñeras para gente adulta e
importante, gente a quien la sociedad o su propia fortuna necesita
proteger. Miran a ambos lados de la calle para asegurarse de que no hay
posibilidad de riesgo para el niño adulto al que protegen. Uno de ellos
le hace una seña con la cabeza a su compañero indicándole que no hay
peligro y que pueden avanzar hacia el coche que les espera a poco más de
diez metros. Yo hace rato que tengo el paquete listo para su entrega y
diez metros es una eternidad.
Justo en ese momento se enciende el
alumbrado publico, visto desde la altura a la que me encuentro, la
hilera de luces que marca el trazado de las calles parece un tatuaje
sobre la piel de la ciudad. Una imagen de una belleza estéril, como a mi
me gusta, pero este no es momento para filosofar, ya no.
El hombre importante viste un
elegante abrigo de color negro. Desde esta distancia parece de pelo de
camello, siento la tentación de bajar la mira telescópica hacia el
abrigo, pero no lo hago. Claro que podría apuntar al corazón pero en
esta ocasión no tendré tiempo más que para un disparo y debo buscar la
seguridad, me pagan muy bien, no puedo permitirme el menor fallo, así
que desisto de entretenerme en detalles banales. Centro el visor de mi
rifle en la cabeza del hombre importante, ahora ya no hay filosofía,
todo mi mundo se reduce a esta cabeza, desaparece el abrigo y cualquier
discrepancia entre mi mundo y el mundo que me rodea. En cuanto apriete
el gatillo, -mi dedo ya se curva sobre él causándome un dolor ligero
debido a la tensión-, todo el mundo del hombre importante se reducirá a
oscuridad teñida de sangre y masa encefálica destruida por la bala.
Bien poca cosa.
Aprieto el gatillo.
Siento
el suave retroceso de la culata del rifle golpeando mi hombro, la
sanción definitiva para mi cliente, la aprobación para mi acción. Sin
más la respuesta a la acción de apretar el gatillo. Claro que podía
haber apuntado a una de las muchas ventanas del edificio que hay detrás
del hombre, las posibilidades teóricas son numerosas, casi infinitas.
Pero no lo he hecho, he apuntado a su cabeza.
El hombre del abrigo negro que parece
de pelo de camello se tambalea ligeramente con una expresión de
estúpida ignorancia en su rostro, luego cae hacia atrás ante la sorpresa
de sus guardaespaldas que no han escuchado el estampido del disparo,
amortiguado por el silenciador de mi rifle de precisión. Antes de
buscar, con la mirada dirigida a los alrededores, a un posible agresor,
se agachan para mirar a su empleador, aunque su mayor deseo en estos
momentos sea buscar refugio, temerosos de que el segundo disparo busque
sus órganos vitales, algo que no va a suceder, no hoy al menos. Tardan
unos segundos en comprobar que es lo que ha sucedido, una herida en el
cerebro no es escandalosa en un primer momento, para el forense ya será
otra cosa.
Me apresuro en recoger el rifle y
guardarlo en su funda, una maleta que una vez cerrada no se distingue en
nada de otra cualquiera y me largo de allí, este no es el mejor momento
para ponerse a filosofar.
El mundo acaba de ganar en coherencia.
Una coherencia, sin embargo, fugaz
como una bella puesta de sol. Y como todas las puestas de sol sé que no
puede durar eternamente.
Este obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-CompartirIgual 3.0 Unported
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