CAPITULO VEINTE
Habían pasado ya un par de
semanas y nadie había intentado matarme.
Sinceramente, muy de
agradecer.
Aquel día hacía una humedad
respetable, las tuberías de los desagües de mis vecinos roncaban
con la furia propia de quien sabe que por mucho que chillen nadie le
va a meter mano.
En la calle la humedad era
igual de respetable que en mi casa, por ese lado no había ganado
gran cosa. La conjunción de calor y humedad hacía que sintieses el
deseo de soltar un alarido. En ocasiones sopla un aire que refresca
el ambiente, me asomé a la esquina de una calle por la que cuando
existe el aire se atreve a pasar.
No era el caso.
Una vagoneta de limpieza del
ayuntamiento roncaba como las tuberías de mi casa. El tipo que la
conducía en cuanto se le presentaba la ocasión soltaba golpes de
claxon como si bramase, le supuse alma de músico frustrado.
O de sicópata en pleno
ejercicio de sus funciones.
En aquel momento a mi teléfono
móvil se le ocurrió ponerse a pitar.
Era una voz de mujer, o eso me
pareció, la que escuché entre la selva de ruidos.
Me metí en una de esas
callejas estrechas, oscuras aun a pleno día y silenciosas ya que ni
el ruido siente demasiados deseos de circular por allí. La ropa
tendida de los balcones te riega con humedades sospechosas de
contener bacilos venidos de tierras lejanas que tienen como costumbre
volver locos a los médicos que se enfrentan a ellos.
Era la voz de una mujer,
efectivamente.
Me gusta que me llamen las
mujeres, no siempre me piden dinero.
Me dijo que era Carmen.
No reconocí su voz.
Era la Carmen de Paquete,
nunca había escuchado su voz por teléfono.
No quería dinero, quería que
supiese que se había encerrado durante días, que había dado largos
paseos por la montaña, a solas con sus demonios, que les había
combatido, que había tomado decisiones, había vuelto a casa y que
ella y Paquete habían hablado como nunca lo habían hecho y estaban
seguros de que podían superar a sus demonios y muchas más cosas,
esperaban ser felices y los dos me daban las gracias y querían
contar con mi amistad.
Aquello estaba bien.
Me hizo feliz
La felicidad es un anestésico
de primer orden.
Yo no le pregunté la causa
del cambio, la razón por la que había vencido a sus demonios con lo
que parecía una relativa facilidad, pero ella me lo dijo.
Su marido ya no era un
problema, había muerto de una puñalada en la cárcel. Una de esas
peleas carcelarias que nadie sabe como empiezan pero si como acaban,
cuando en el suelo queda tendido un cadáver. Para ella había sido
un golpe en el primer momento, pero luego había comprendido que
aquello podía significar la liberación. Una normalización de su
relación con Paquete podía ser posible. Me contó que por muy
irracional que pudiese ser la presencia física de su marido, aunque
estuviese en la cárcel y entre ellos hubiese desaparecido cualquier
posibilidad de mantener una relación marital, le creaba sentimientos
de culpa que revertía sobre Paquete.
Ahora se estaba preparando
para vivir con él.
Hacía tiempo que habían
llegado a la conclusión de que el muro que se interponía entre
ellos era su marido, pero nunca habían sabido superar aquella
barrera.
Ahora ya no había muro ni
necesidad de hacerse daño.
Aquello seguía estando bien.
Los anestésicos los venden en
pastillas, gotas, incluso supositorios.
Mientras funcionen que más
da.
Carmen me daba las gracias por
la ayuda que le había prestado cuando lo necesitó.
De nada, por supuesto. Fue un
placer.
Para eso están los amigos.
Teníamos que ir a almorzar
los tres para celebrarlo.
Claro, faltaría más, el día
que quisieran siempre que no estuviera librando a la humanidad de
algún peligroso asesino.
Carmen se rió.
Yo me reí.
En cuanto Carmen colgó llamé
a Paquete.
De lo único que no tenía
ganas era de reír mientras repiqueteaba en mis oídos el tono de
llamada.
-Dime que no ha sido cosa
tuya,-le dije en cuanto escuché su voz.
No hizo falta que le contase
de que estaba hablando.
-¿Por qué te he de dar
explicaciones?,-dijo.
Algo de razón tenía, yo no
soy Dios, ni Paquete era mi jodida creación.
-¿Has hecho que le maten?,-me
había quedado sin discurso, nada de reflexiones morales, solo me
quedaba seguir preguntando.
-En caso de haberlo hecho se
lo tenía más que merecido. De cualquier manera Carmen que tiene
derecho a preguntar no lo ha hecho y tú que no eres nadie te crees
que me puedes juzgar.
-Lo has hecho.
-En ocasiones pienso que si, y
en otras, pienso que debería haberlo hecho.
-¿Y eso que demonios quieres
decir?.
-Que te vayas a tomar por
culo.
-Y colgó.
A los diez minutos mi teléfono
móvil sonó de nuevo.
La voz de Paquete sonaba
reposada.
-No, no ha sido cosa
mía,-dijo.
Y me lo creí.
Y fue un descanso creérmelo.
-Gracias,-le dije a Paquete.
CAPITULO VEINTIUNO
Aquel día estaba sentado
frente a mi mesa del locutorio, esperaba a que alguien me contara que
su marido era un cabrón que se beneficiaba a su secretaria, o que el
perro de su vecino se cagaba cada día en la puerta de su piso y
quería estar segura antes de denunciarlo.
Le dije a Lena que salía un
momento a comprar empanadas argentinas y que regresaba en quince
minutos, que si alguien preguntaba por mi le podía decir que
esperase.
Lo de las empanadas argentinas
era cierto, se las compro a menudo a un chaval del vecindario que las
hace de vicio, y nos las comemos con Lena.
El chaval argentino me contó
que las hace con la receta de la abuela.
Lena dice que es posible.
Cuando regresé alguien estaba
sentado al lado de mi mesa.
-Me ha dicho que te esperaba,
que no tenía prisa,-me dijo Lena moviendo la cabeza en dirección a
la espalda de la mujer que se sentaba junto a mi mesa.
Tenía unos hombros anchos,
delgados y bronceados, y los mantenía firmes mientras me acercaba.
Si estaba escuchando mis pasos no lo demostraba.
Cuando dije: -buenos días,
soy Atila.
Ella respondió: -ya sé quien
eres, por eso estoy aquí.
Sara sonreía levemente,
seguía sentada y me miraba sin parpadear.
-Eres un cabronazo,
detective,-dijo sin dejar de sonreír. En todo caso le dio una vuelta
de tuerca más a la levedad de su sonrisa.
Podía decirle que más de una
noche me había acordado de su cuerpo desnudo antes de que me
escupiese en la cara.
Ella me miraba fijo sin acabar
de borrar la media sonrisa de su rostro.
Tal vez estaba apuntando.
Una sonrisa no garantiza que
no te vayan a escupir.
Entre sus manos apareció un
paquete envuelto en papel de regalo del Corte Ingles.
Me dijo:-esto es para ti, para
cancelar una deuda.
Pensé si sería una
serpiente.
Lo abrí. No era una
serpiente, pero casi acierto.
Un cinturón de piel de
serpiente.
Tuve que reprimir una
carcajada.
-Si el tuyo se lo quedo aquel
malnacido atado a sus pies, este te ira bien.
-En realidad le atonté de una
patada y me largué sin atarle los pies con mi cinturón.
-¡Oh!, dijo Sara poniendo
cara de falsa desilusión.
-Pero me hacía falta muchas
gracias.
-Me alegro, ahora espero tus
disculpas.
-No puedo, es mi trabajo.
-¿Ni se te ocurre nada
agradable que me haga sentir mejor?.
-Vestida estás preciosa,
Sara. Aquel día estaba más atento al desgraciado que dormía en el
suelo y a que no le rompieras la cabeza con aquella piedra, no te
pude admirar con detenimiento.
-Yo hubiese jurado que si que
lo hacías.
Me encogí de hombros, soy un
tipo duro, no lo olviden.
-Lamento lo de tu divorcio,
imagino que la cosa acabó así.
-Imaginas mal.
-Yo le entregué a tu marido
un informe completo y no ahorré ninguna de las fotografías que
tomé, se lo dí en mano.
-Justo en el momento en que te
pagó, supongo.
-Justo en ese momento, al
estilo Judas.
-Imagino.
-Vivo de la maldad de todos
nosotros, ya sabes.
-Pues así y todo no ha habido
divorcio, llegamos a un acuerdo amistoso: yo hago lo que me da la
gana con la mayor discreción posible y el se conforma. En el trato
entra también mi promesa de levantarle el ayuno sexual al que le
tenía sometido desde el día que descubrí su afición a frecuentar
una conocida casa de putas.
-Buen acuerdo.
-¿En ningún momento dudaste
en entregarle el informe a mi marido?.
-No, aunque es cierto que tuve
dudas.
-Cuéntamelo.
-Hubo un momento que pensé
que lo mejor sería seguir filmando mientras aquel tipo te violaba y
comercializar la cinta asociándome con tu marido.
-Eres un perfecto hijo de
puta.
Me encogí de hombros de
nuevo, si aquello seguí así acabaría doliéndome la espalda.
-No te creo, Atila.
-Puedes creerme, al menos en
parte. Mi instinto de supervivencia me decía que procurase no hacer
ruido y dejar que la vida continuase a lo suyo. Pero lo que estaba a
punto de suceder me asquea profundamente. Los tipos como aquel me
asquean profundamente aunque estén tomando un batido en el bar de
una residencia de ancianos. Lo que tú y tu amigo hacíais en el
coche no era merecedor de lo que os esperaba, cada uno hace el amor
con quien le da la gana. Tienes que ser el mismísimo demonio para
merecer que te hagan una barbaridad como la que aquel fulano os podía
hacer, y tú tienes cara de ángel, así que mandé a paseo a mi
instinto de supervivencia y vine a echaros una mano. Además no
estaba nada seguro de lo que podía pasar, esos fulanos son
imprevisibles. ¿Le hizo mucho daño a tu acompañante?.
Entonces fue Sara quien se
encogió de hombros, -no, no mucho, aunque él decía que si.
-Me alegro, estamos todos
sanos y salvos, una maravilla.
-¿Qué voy a hacer contigo,
Atila?.
-¿Por qué no empiezas por
contarme que haces sentada en esta silla?.
-Tenía una enorme curiosidad
por conocer al hijo de puta que casi crea un problema en mi
matrimonio. Y una curiosidad aun mayor por conocer al hombre que, en
el mejor de los casos, me salvó de pasar un rato horrible en manos
de aquel sujeto.
-Ya veo.
-Y de paso quería saldar la
deuda que tengo contigo.
-De nuevo gracias por el
cinturón.
-Yo creo que lo que hiciste
vale más que un cinturón.
-No me debes nada, tu marido
pagó lo estipulado.
-Está muy bien que no quieras
dinero, pero ¿aceptarías que te invitase a almorzar?.
Miré a Sara, de verdad que
vestida estaba preciosa.
Tanto como desnuda.
Lo que estaba a punto de hacer
estaba muy mal, iba en contra de cualquier norma deontológica que
afecte a mi oficio.
Le dije que me encantaría que
me invitase.
La deontología y yo
mantenemos una relación que en el mejor de los casos cabría definir
como escasamente vinculante.
¿Se dan cuenta?. Este oficio
mío es una maravilla, creo que lo he repetido en varias ocasiones a
lo largo de este relato. Y si les he dicho lo contrario es que Sara
aun no estaba sentada en aquella silla.
Mi ángel de la guarda se
estaba escoñando de risa apoyado en la barra del bar de la esquina,
probablemente se emborracharía como un demente para celebrar mi
falta de seriedad.
Le encanta ese bar, está
lleno de tipos como él, les estaría contando toda la historia.
Al pasar frente a su mostrador
Lena me guiñó un ojo mientras movía la cabeza en un gesto de
desaprobación. Una muestra fehaciente de que las mujeres son capaces
de hacer dos cosas al mismo tiempo. Y probablemente de pensar tres.
En cuanto salimos Sara se
colgó de mi brazo, yo miré alrededor por si nos seguía algún hijo
de puta contratado por su marido.
-¡Ay Atila, que le vamos a
hacer, me gustan los tipos a los que no puedes presentar a mamá!,-me
dijo Sara acercando su boca a mi oído.
-Es una lastima, Sara, estaba
deseando conocer a tu mamá.
-Sabes, le prometí a mi
marido que nunca más haría el amor con alguien, que no fuese él
dentro del Volvo.
-Es una sabia decisión, Sara.
Seguimos andando, supuse que
ella sabía hacia adonde.
AGRADECIMIENTOS.
Cualquier gran autor
acostumbra a terminar sus libros con una insólita, por extensa,
lista de agradecimientos. Probablemente por eso son grandes autores y
escriben Best Sellers. Quedo pues apenado al no ocurrírseme a quien
(sin cuyo concurso esta obra no hubiese visto la luz) le debo
agradecer que esta novela tenga un inicio, una trama y un final, ya
que la he escrito yo mientras el resto del mundo se dedicaba a sus
menesteres, como por otra parte, debe ser.
Gracias, sin embargo, a todos
aquellos que la habéis leído.
Y a mis padres ya que, por
mucho que no pensasen en ello, sin su colaboración no estaríamos en
este mundo, ni mi novela ni yo.
Y a mis editores.
Y a mi agente.
Y a Lars Larson Larsonson (que
no tengo ni puta idea de quien pueda ser)
Y a… joder, ya empezamos.
Gracias a todos.
Portaros bien.
UN RECONOCIMIENTO ESPECIAL.-
Para Misha Glenny, autor de
Mcmafia, libro del cual he aprendido un mundo acerca de mafias y del
que he obtenido informaciones que me han ayudado a escribir esta
novela.
Gracias Misha, en el
improbable caso de que algún día nos encontremos será un placer
invitarte a almorzar. Y evidentemente regalarte un ejemplar.
Thank you, folk.