UNA MOSCA AZUL
Capítulo primero
La mosca despegó de una de las flores anaranjadas del papel que cubría la pared y revoloteó, con un zumbido audible, entre el grupo de personas que se movía por la estancia. Era una mosca gruesa, de lomo azul y mostraba un vuelo errante. Daba la impresión de que iba a regresar a la flor del papel mural en la que había estado meditando su próximo movimiento. Finalmente cambió el rumbo y se dirigió en línea recta a una de las fosas nasales del cadáver, un tipo gordo que cubría más de la mitad de la alfombra verde.
La alfombra verde y el cadáver del tipo gordo se daban
de hostias con las flores anaranjadas de la pared.
La mosca se daba de hostias con todo lo demás.
La mancha de sangre debajo del cadáver tampoco
contribuía a armonizar el conjunto.
Mario, el fotógrafo, preguntó: -¿Alguien quiere hacer
el puto favor de sacar a ese bicho de las narices de mi cliente?. Yo
no me dedico al arte conceptual, ¡coño!.
Nos habían avisado un par de horas antes. Unos vecinos
que se dirigían al trabajo encontraron la puerta abierta, se
asomaron, vieron al tipo tendido en un charco de sangre y llamaron a
comisaría para decir que Manuel Lebrijano tenía muy mal aspecto.
Observé de nuevo el cadáver de Manuel Lebrijano y
concluí que, en el par de horas que habían transcurrido desde
entonces, su apariencia no había mejorado, aunque tampoco estaba más
muerto que antes. Según el forense hacia más de diez horas que
alguien le había apuñalado con notable eficacia.
“Muerte instantánea a causa de la herida inferida en
el corazón con un objeto punzante, según observación visual en el
mismo lugar del crimen”, dijo el forense. –Mañana cuando le abra
os diré si además le envenenaron la cena.
Yo, aquel día tenía una de esas cefaleas que arrastras
a lo largo de la jornada sin poder hacer nada para evitarlo. Las
sienes me palpitaban provocando un estruendo en el interior de mi
cráneo que no contribuía a hacerme apreciar el sentido del humor
del forense. Le dirigí una mueca que pretendía ser una sonrisa. Por
su expresión, creo que mi intento no hubiese ganado ningún premio
en un concurso de sonrisas.
Pensé que lo mejor que podía hacer era largarme a
comisaría y hacer el informe para Maroto.
Maroto es mi superior directo, le llamamos “Informes
Maroto”. Está convencido de que la principal misión de un policía
es llenar paginas de papel para que él las lea.
Una gota gruesa me saludó en cuanto pisé la calle.
Miré al cielo, no llovía. Tal vez solo había sido una broma de un
pájaro cabreado con los gusanos del mundo. Me dirigí a la
comisaría, necesitaba un ambiente conocido y una cara amable.
Comenzar el día con un cadáver no era mi ideal de felicidad.
Tampoco me tomé la molestia de preguntarme cual era mi ideal de
felicidad.
Cuando llegué a la comisaría, la gota de antes se
había convertido en una de esas lluvias pendencieras que repiquetean
con dureza sobre los cristales de ventanas y terrazas, y te hacen
sentir abrigado en el interior. A mi me daba lo mismo, en la
comisaría no hay ventanas y mucho menos terraza. Lo que no me daba
lo mismo era tener los bajos de los pantalones empapados. Es algo que
me molesta particularmente.
Detrás del mostrador de recepción, Peláez, con la
vista baja, le dedicaba todo su amor a la revista pornográfica que
mantenía sobre sus rodillas.
Peláez siente un ardiente amor por su polla, la revista
guarra es solo un complemento.
-Tienes visita, tu mujer -me dijo.
-¿Dónde la has metido?.
-En la sala de interrogatorios, la pequeña. No la he
esposado –me aclaró.
-El próximo día hazlo.
Peláez asintió cabeceando distraídamente sin dejar de
estudiar la revista guarra. Me asomé y le eché una mirada: una
rubia desnuda, con más tetas que entusiasmo, le chupaba el dedo
medio a un tipo musculoso sin dejar de mirar a camara.
Bea, mi ex mujer, estaba sentada en la silla de respaldo
recto y miraba las pintadas de la pared. Cuando me escuchó entrar,
se giró y me dedicó su mejor expresión de “¿Qué he hecho yo
para merecer esto?”.
Cuando la conocí pensé que era una buena mujer, y que
sus tetas tenían un aspecto inmejorable. Dos cuestiones interesantes
en una mujer, aunque los momentos en que interesan no tienen porque
coincidir. Quizás ese fue el error.
Cuando al poco tiempo nos separamos no teníamos gran
cosa, de cualquier manera ella se lo quedó todo. Y ahora se queda
una buena parte de mi sueldo, que tampoco es gran cosa. Mi abogado me
dijo que aquel juez odiaba a los policías, a todos los policías.
Bueno, a mi tampoco me gustan los jueces, la diferencia estriba en
que yo a ellos no les puedo joder. El juez no le dijo a Bea que
también tendría derecho a exigir mi ayuda en cualquier
circunstancia. Ese derecho se lo ha concedido ella misma.
Aquel día pretendía que intimidara a una vecina que
taconeaba de madrugada y le impedía conciliar el sueño. Le dije a
Bea que tenía una semana de locos, que me telefonease la próxima y
ya veríamos. Con suerte algún otro vecino habría asesinado a la
loca de los tacones. En caso de ser Bea la asesina, la detendría con
el mayor de los placeres.
Cuando despedí a Bea, Peláez arreaba a un grupo de
travestis revoltosos que conformaban la colecta de la noche anterior.
Mi compañero vociferaba cabreado por haber sido interrumpido en el
momento en que cultivaba su espiritu.
-Puedo daros caramelos o puedo daros de hostias. ¿Y
sabéis una cosa?. Se me han terminado los caramelos, así que
marchando antes de que empiece con las hostias. –Lo decía en
serio, los travestis que le conocen arreaban al resto. Peláez es de
la vieja escuela, un tipo duro. Con las nuevas directrices no llegará
lejos, pero en realidad no le importa mucho. Peláez ya tiene su
edad, sueña con la jubilación anticipada y un montón de revistas
guarras para cultivar su intelecto.
Un rato más tarde el comisario jefe, Maroto, nos llamó
a todos a su despacho para aleccionarnos. El cabrón que merodeaba
por la parte alta de Barcelona y atacaba con unos alicates a
cualquier mujer que circulase por una calle solitaria, había actuado
de nuevo aquella noche. La mujer estaba en el hospital y el tarado
que la había atacado en su casa dialogando felizmente con su cerebro
enfermo.
A Maroto, aquello le gustaba aun menos que un informe
escueto. Nos lo contó mientras sus labios formaban palabras que eran
apenas una expresión humana, las soltaba sin aparente emoción. Eran
solo un manual de instrucciones que debíamos seguir al pie de la
letra o atenernos a las consecuencias. Salimos todos de su despacho
con ansia de calle.
Yo pringué, tenía el asunto de Manuel Lebrijano y el
correspondiente informe. Mientras mis compañeros salían encendí el
ordenador y me puse e a pensar en el gordo muerto y la puta mosca
hurgando en su nariz.
Una comisaría sin ruido de fondo es como un funeral sin
muerto. En aquel momento allí solo estábamos Peláez, su revista
guarra, una mujer que pasaba un mocho sin excesivo entusiasmo y yo
que seguía mirando la pantalla del ordenador.
Entonces zumbó el teléfono, Peláez mentó a la madre
de alguien y de nuevo el silencio, ahora roto de vez en cuando por
algún comentario de mi compañero en un tono apenas audible.
Cuando Peláez se plantó frente a mi mesa, yo había
conseguido poner la fecha en la hoja del informe y mantenía un dedo
levantado en previsión de que se me ocurriese alguna cosa más.
-Acaba de llamar una mujer muy alterada, teme que su
pareja sentimental se la cargue. Tú eres el único que esta aquí,
así que te ha tocado, macho.
-¿Y porque cojones no llama al 091?.
-Pues mira, no lo sé, pero ha llamado aquí y es mejor
que acudamos, no vaya a ser que eso acabe en desgracia.
La dirección que me había pasado Peláez, correspondía
a un chalet situado en la carretera de Vallvidrera al Tibidabo. La
cancela estaba abierta y entré sin llamar. El procedimiento no es el
reglamentario, pero si dentro había alguien violento prefería ser
yo el primero en verle. La observancia rigurosa del reglamento le ha
costado la vida a más de un compañero. Cargarse a alguien sin haber
seguido escrupulosamente las ordenanzas te puede costar el puesto.
Pero el muerto es el otro y tú te puedes buscar la vida. Con las
selectas amistades que se consiguen en este oficio siempre se
encuentra algo.
Un camino de tierra bordeado de setos de flores
relativamente cuidados se adentraba hacía una casa situada a unos
doscientos metros. El jardín se inclinaba hacia la ladera de la
montaña y a medida que ganaba pendiente se mostraba más
asilvestrado.
Había caminado unos veinte metros cuando le oí detrás
de mí. Creo que era un cruce de Rotwailer con algo aun más grande,
gruñía, babeaba y me enseñaba unos colmillos más que respetables.
Eché a correr en dirección a la casa. En aquel momento hubiese
agradecido recordar que dice el reglamento en casos así. Mientras
corría me giré para ver al perro que me perseguía. Ganaba terreno,
era evidente que estaba más en forma que yo, aparte de tener más y
mejores dientes. Si me paraba quizás aceptase dialogar, siempre he
oído decir que los perros son buena gente.
-¡Quieto Satán!. – De un camino medio escondido
entre rosales había salido una pareja, ella rondaría los cincuenta
y tenía el aspecto saludable de quien se gasta lo que yo gano en un
mes en cuidar su cuerpo una vez a la semana. El hombre a duras penas
alcanzaría la treintena, era alto y bien parecido, vestía con
afectación tratando de aparecer más joven de lo que en realidad
era.
Satán, parado a dos metros me miraba con glotonería.
-¿Es usted policía?. La mujer me miraba con curiosidad
burlona.
-Si, ¿ha sido usted quien ha llamado a comisaría
pidiendo ayuda?.
-Si, pero ya está arreglado. Ha sido un calentón, ya
sabe como son estas cosas.
-Ya veo, dígame una cosa, ¿cómo es que ha llamado a
nuestra comisaría en lugar de al 091?.
-Tengo un apartamento en el barrio y en alguna ocasión
he tenido que llamarles, tenía su teléfono a mano. Discúlpeme,
Satán le acompañará, y no se preocupe, no le causará ningún
daño.
Estaba de acuerdo con la mujer, era mejor que me
largase, allí desentonaba entre tanta felicidad.
-Me alegro que todo esté en orden, pero un aviso por
malos tratos es una cosa muy sería, vayan con cuidado.
La mujer cabeceó asintiendo para que me largase. El
tipo joven la tomaba por la cintura y sonreía estúpidamente. Dudé
si no estaría enchufado a un catéter de opio, alguna de esas
miniaturas japonesas de alta tecnología que se pudiera llevar en el
bolsillo sin que ni siquiera te deformen los pantalones. Sentí
deseos de cachearle y comprobarlo, pero en lugar de eso le devolví
la sonrisa, el tipo tenía algo hipnótico. Quizás ella estaba
hipnotizada y cuando yo marchase la zurraría.
Bajé por la cancela seguido de Satán, sentía su
aliento húmedo en mis talones. Al girarme tropecé y caí de bruces
con la rodilla como parachoques, el desnivel me hizo rodar un par de
metros sobre unas piedras poco amistosas.
Satán me observaba parado a dos metros.
Hubiese jurado que sonreía.
Al dolor de cabeza ahora le acompañaban un agudo
pinchazo en la rodilla, un dolor sordo en las costillas, y me había
despellejado la mano derecha. El dolor físico me parecía un
acontecimiento innecesario, una demostración palpable de que la
imperfecta maquinaria humana era la elucubración de una mente
enferma.
Me dirigí al coche celular, trataba de olvidar a
aquella pareja y centrarme en el informe de la muerte de Lebrijano.
En el momento que abría la puerta del coche zumbó mi
teléfono móvil, la pantalla rezaba: Melba.
Melba es la hermana de Celio, un yonqui al que uso como
confidente, un tipo barato. El precio de cada hombre está
relacionado con tantos factores que no merece la pena intentar
adivinarlo, si puedes pagar, pagas, en caso contrario rebajas tus
pretensiones. Con él no hace falta rebajar gran cosa.
En el mismo momento que conocí a Melba supe que era una
de esas mujeres que tienen facilidad para hacerme sufrir y a las que
me es imposible rechazar.
-Policía, tenemos un problema.-Ella siempre me llama
policía, dice que me define mejor que mi propio nombre.
-Yo tengo muchos, Melba.
-De acuerdo, policía, tu tienes muchos. Pero yo tengo a
mi hermano escondido en casa porque hay una gente que le busca, y si
le encuentra no va a pasar nada bueno. Ya puedes imaginarte la razón,
deudas con la maldita droga. Y si no nos ayudas tú, no lo hará
nadie. Al fin y al cabo algo nos debes, Celio es tu confidente Y yo
lo más parecido a tu puta. Si me dejas tirada ahora no hace falta
que vengas nunca más.
Melba no es puta, pero ella dice que así me paga los
servicios prestados. Yo prefiero pensar que no es cierto, las putas
no lloran en los hombros de sus clientes.
La idea de perderla me preocupa. Melba desprende un olor
a sexo tierno y a vicio que me enloquece. Melba es un perfume caro y
una mancha de semen en la sabana. Cuando llegué a casa de Melba
tenía el cuerpo agarrotado. Oleadas de dolor lo recorrían si me
movía. Así que durante dos minutos planeé una estrategia para
salir del coche. Fue un fracaso, en cuanto lo intenté solté un
aullido largo y agudo que hubiese llenado de orgullo a un coyote
adulto. Me quedé en el interior jadeando y maldiciendo a Satán y a
sus dueños, hasta que el dolor remitió, entonces lo intenté de
nuevo. En esta ocasión fue mejor, conseguí sacar una pierna sin
aullar.
Melba me recibió con un amargo: -ese desgraciado me va
a matar a disgustos, mírale ahí tirado.
Celio se acababa de chutar una dosis de caballo y estaba
encaramado al séptimo cielo, cuando me vio dijo: Tu lo vas a
arreglar todo ¿eh, policía?.
-¿Cuanto les debes?.
-No sé, mucho, pero tu lo arreglaras ¿eh?.
-¿Saben que está aquí? –le pregunté a Melba.
-Si no lo saben es que son idiotas. Y no lo son, es
extraño que aun no hayan venido a buscarle.
Estuvimos tres horas esperando, a ratos Melba me
apretaba la mano con fuerza. Cuando ya parecía que no iban a
aparecer, llegaron. Eran dos tipos grandes, fuertes y malos, el que
habló tenía una voz tan suave como el tableteo de un arma de
repetición, y casi igual de tranquilizadora.
-¿Dónde está ese desgraciado?. –dijo.
-Está en la habitación de al lado, -con la mano
izquierda señalé detrás de mí, con la derecha dejé mi placa
sobre la mesa. A continuación puse cerca de mi mano, el arma
reglamentaria.
El tipo que aun no había hablado, miró la pistola, la
placa y comenzó a bucear en las profundidades de su cerebro.
Buscaba una solución al problema que yo le acababa de plantear. Al
no encontrarla pareció sumirse en una apatía que le inmovilizaba.
Permanecimos todos en silencio durante un par de minutos. Finalmente
el tipo soltó un eructo que pareció tranquilizarle
considerablemente, tocó el codo de “Parlanchín” y le señaló
la puerta con la cabeza. Antes de salir “Parlanchín” sentenció:
-Esto no va a quedar así, encanto. -No miraba a nadie cuando lo
dijo, así que pensé que lo de encanto iba por Melba, y lo deje
correr.
En la habitación contigua, a Celio el efecto de la
droga ya se le estaba pasando y temblaba como una hoja a causa del
miedo. Miré a Melba y le dije: -Si quieres le pego un tiro ahora y
se te acaban los problemas.
-Anda policía, vete, esos no van a volver, de momento.
Y muchas gracias, ya se nos ocurrirá algo. –Su mano insinuó una
caricia a lo largo de mi pecho, cuando se posó en él fue para
empujarme suavemente hacia la puerta.
El dolor de mis costillas y rodilla no lograba cubrir el
martilleo de mis sienes, cuando llegué a casa. En la puerta me crucé
con Baldírio, un buen hombre de rusticidad militante, convencido de
que ser policía es un chollo. Me miró con una sonrisa maliciosa y
dijo: ¡Que de puta madre, tío! Seguro que hasta hace un rato, te la
ha estado chupando gratis una putilla, a lo mejor hasta te la has
follado.
Le metí el arma reglamentaria en la boca. Me esforcé
para no reventarle los sesos de un disparo a aquel pobre estúpido.
Creo que fue al ver la mancha que se iba extendiendo por sus
pantalones, que conseguí comprender lo que estaba a punto de hacer.
Le ayudé a levantarse, guardé el arma y subí las escaleras.
No me iba a denunciar, creería que había sido una
broma de mal gusto. Los policías, ya se sabe…
Pero a mi me dolía el dedo del esfuerzo que acababa de
hacer para no disparar. Los latidos de mi sienes retumbaban como los
tambores de Semana Santa en un pueblo de Aragón
Cuando abrí la puerta de casa recordé que aun no había
hecho el informe sobre la muerte de Manuel Lebrijano.
Maroto se iba a poner hecho una fiera.
En ocasiones pienso que sería de mi vida si en lugar de
policía fuese cualquier otra cosa. Y no se me ocurre que otra cosa
podría ser. Un niño diría que bombero, capitán pirata, Superman o
campeón del mundo de formula uno.
Capitán pirata estaría bien.
Pero no soy un niño.
Soy un jodido pasma. Un madero.
Bea, mi ex mujer, no pudo soportar mi oficio.
Si hemos de ser sinceros Bea tampoco me hubiese
soportado de capitán pirata, ni de bombero. Quizás de campeón del
mundo de formula uno, si.
Pero entonces no la hubiera soportado yo a ella.
Melba si que soporta que yo sea policía, le va de puta
madre que alguien le limpie la mierda a su hermano. Sería curioso
ver que pasaría conmigo si un día Melba se queda huérfana de
hermano.
Estoy sentado en mi mesa con la pantalla del ordenador
en blanco, esperando que un ángel me venga a visitar y me dicte el
informe de la muerte de Manuel Lebrijano.
Maroto se ha puesto hecho una fiera cuando le he dicho
que el informe aun no está listo. Adora los informes el cabrón de
Maroto. Sería capaz de matar personalmente a un fulano cada día con
tal de tener informes para echarle al ordenador.
La mosca azul en la nariz del muerto, luego vuelo
rasante y a repostar en la flor de la pared. Buen tema para el
informe. Y Lebrijano con una puñalada en el corazón, esa es la
parte jodida del informe. Según los vecinos el muerto era un tipo
tranquilo y amable que no recibía visitas. Nunca recibía visitas.
¿Qué tal si escribo en el informe: Manuel Lebrijano
era un tipo con mala suerte, nunca recibía visitas, sin embargo la
primera que vino le mató?. Y encima una mosca asquerosa le hurgaba
la nariz.
Maroto se pondría a parir.
Manuel Lebrijano estaba soltero y nunca recibía
visitas, tenía una pequeña sastrería en el barrio, más que nada
hacía arreglos en toda clase de prendas. Lo del traje a medida ya no
se llevaba, El Corte Ingles lo había dejado tan obsoleto como las
radionovelas.
Aquellos dos tipos que se querían ocupar de Celio
tenían mala pinta. Volverían a intentarlo, la duda estaba en si
tenían orden de acabar con sus problemas de una vez o se
conformarían con cambiarle un par de huesos de sitio. Creo que
pasaré a ver a Melba y le propondré llevarme a Celio y encerrarlo
una temporada en chirona, el tiempo suficiente para que aquella gente
se olvide de él
La rodilla aun me duele como un demonio. Sigo pensando
que Satán sonreía mientras yo trataba de levantarme. Alguien me
dijo que los perros no sonríen. El puto perro debería estar en un
circo sonriendo a diestra y siniestra en lugar de acojonar a policías
en servicio.
Podría revisar los ficheros y tratar de ubicar a los
tipos que habían ido a buscar a Celio, pero no me apetecía. Ni
siquiera estaba seguro de recordarlos con suficiente claridad para
reconocerlos en una fotografía de archivo.
Y estaba lo del informe. El ordenador seguía en blanco.
La puerta del despacho de Maroto se abrió, él salió
con un paraguas en la mano y cara de mala leche. Con paraguas o sin
paraguas era su cara habitual. Al pasar por mi lado y sin detenerse
me dijo: -¿Cómo va el informe?.
-Marchando, Maroto, marchando.
-Lo quiero en mi mesa dentro de una hora.
-Claro.
Una hora, un día, un siglo… a Manuel Lebrijano de
cualquier forma le daría lo mismo.
Decidido, aquella noche pasaría a ver a Melba, le
propondría encerrar a Celio una temporada y me quedaría a dormir
con ella.
Melba y su olor a vicio y a sexo tierno siempre me
recuerda a una mancha de semen en la almohada que huele a perfume
caro. No sé cual es la relación causa efecto, y en realidad no me
importa saberlo.
Apoyo las manos en el teclado y comienzo a pulsar las
teclas, el informe va tomando forma, habla de Manuel Lebrijano,
muerto por una herida en el corazón causada con un objeto punzante.
De la mosca prefiero no decir nada.
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