viernes, 18 de noviembre de 2016

Barcelona es una casa de putas.

No lo digo por la excelsa cantidad de trabajadoras del amor que tenemos (en toda ciudad con gran cantidad de población flotante las hay), algunas de ellas por designio propio, otras, por desgracia, obligadas por mafias amparadas por la dulzura de carácter y pensamiento  de legisladores y jueces. No lo digo por eso, no. Barcelona es una casa de putas porque nuestros rectores llevados por el deseo de demostrar que somos más tolerantes que nadie, más abiertos de mente que nadie, más guays que la madre que nos parió, permiten, fomentan que aquí todo el mundo haga lo que le venga en gana.  Quienes tendrían que  evitar el desmadre en que estamos sumidos, van con un cuidado exquisito para no enmascarar nuestra fama de liberales, no se vayan a ofender gente que quiere vivir alejada de la sociedad que de alguna manera les mantiene. Dejen que les ponga algunos pocos ejemplos de escenas cotidianas que yo he vivido en primera persona: Plaza de Las Palmeras en el barrio de Sant Andreu del Palomar (barrio limpio y tranquilo), una del mediodía, un señor cagando en el jardín público,  a escasos dos metros de los peatones que admirábamos su culo peludo y sucio. Plaza de Universidad, honorable marrano meando en las escaleras del metro a las siete de la tarde sin temor a salpicar a los usuarios que pasaban a pocos centímetros de él. Otro señor meando en el anden de la estación de metro de Arco de Triunfo ligeramente oculto en un pequeño recodo (señal inequívoca de su escasa dotación del elemento miccionador, no de su pudor), hora las siete y media de la tarde. Les retrato ahora el aspecto de los mencionados librepensadores: el cagón era evidentemente un sin techo, drogadicto o alcohólico, los meones eran antisistemas o similares. No es que hablase con ellos para saberlo, pero todo el mundo tiene un uniforme que le sitúa en la parcela de la sociedad que le corresponde (nadie pensará que el conductor de un Masserati  se lo ha comprado limpiando alcantarillas por seiscientos euros al mes, así que permítanme la licencia y continuemos).

Estoy indignado, y mi indignación nada tiene que ver con motivos electorales, aquellos que se organizaron para indignarse ya se han colocado y se les ha pasado la indignación. La mía aparece cada vez que salgo a la calle y no puedo ver las paredes por la cantidad de garabatos sin sentido, pintadas y pasquines llamando a la rebelión que las cubre. Viene a cuento mi indignación porque mi barrio, en un espacio de pocos meses ha sufrido un ataque profesionalmente organizado por los colectivos antisistema, han sido ocupados en la vía principal del barrio una sala multicíne entera, un edificio de tres pisos que fue pub icónico, han amenazado a dos edificios que ahora sus dueños han tapiado para tratar de librarlos del oprobio; frente al Ayuntamiento (mandan cojones) han ocupado una extensa fábrica y un taller de artesanía y cerrajería, así como los edificios anexos, dispersas por el barrio hay más casas y locales que tienen nuevo dueño, todo ello en un radio que no alcanza los trescientos metros. Me indigna, cuando paseo por el Raval ver estropeados por las pintadas historiadas, valiosas puertas. Me indigna ver como se extiende la moda de dejar en el suelo vasos, paquetes de tabaco o cualquier cosa que ya haya sido usada, teniendo una papelera al lado, claro que así quien lo hace deja un rastro de su paso por el mundo, menos mal. Y miren, me indigna que mi cabreo no vaya a servir de nada y que Barcelona siga siendo una casa de putas sin dueño. ¿O si lo tiene?.