UN EPISODIO BUCOLICO



                             UN ESPISODIO BUCOLICO.-




Hace días que vengo anhelando un soplo de naturaleza, quiero apartarme de la vida ciudadana, aunque sea un simple fin de semana. Quiero experimentar una vuelta a los orígenes, aspiro a la meditación, a la soledad, a la introspección.

Estoy sentado frente al ventanal de mi ático, en la octava planta de un edificio estrecho situado entre una lavandería y una empresa de mensajeros. Vivir en un ático tiene su 
s de amplias vistas de una enorme cantidad de antenas de televisión, y el ruido de fondo ciudadano llega amortiguado, convertido en un modesto estruendo que si bien trabaja de forma continua los nervios se hace poco evidente. Decido llevar a termino mi proyecto este mismo fin de semana.

Mientras medito en mi inminente escapada, mi vecina del séptimo, una mujer con el aspecto disuasorio de una tienda de campaña, que inevitablemente me hace pensar en algunos aspectos lamentables de la reproducción humana, me visita para informarme que a causa de algún problema en mi cuarto de baño, el suyo tiene humedades.

Le prometo ocuparme de sus humedades y casi de inmediato me arrepiento. Mi perra Penélope, siempre atenta a mis necesidades, asoma el hocico entre mis piernas y gruñe amenazadora. Mi vecina, mientras huye, me cuenta que en su adolescencia un perro la ataco y desde entonces la aterran.

Cierro la puerta y retribuyo a Penélope con una galleta para perros con sabor a queso. La galleta, por supuesto, no hay perros con sabor a queso.

En una agencia de viajes, he alquilado una cabaña de montaña en un pequeño complejo turístico situado en el Pirineo Catalán. La muchacha que me atiende asegura que en esta época del año podré gozar de tanta intimidad como desee. Mientras me lo cuenta le observo el escote con ambigua lujuria y trato de determinar si mi deseo es suficiente para emprender alguna acción. No llego a ninguna conclusión, y dejo que mi mirada se deslice hacia una revista con más colores que letras.

La semana se agota oscilando entre el aburrimiento y el derroche inútil de adrenalina, sin embargo el Viernes viene acompañado con la promesa de un fin de semana en contacto con la Naturaleza. Voy a dormir deseando que la noche transcurra con rapidez.

En estos momentos estoy conduciendo hacia el lugar escogido, he madrugado soezmente, eso me permitirá llegara al complejo de cabañas alrededor de las once de la mañana. No me acompaña siquiera un teléfono móvil que pueda tentarme.

La salida de la ciudad es una procesión lenta que ataca al sistema nervioso de los conductores. Paro en una gasolinera para repostar y un tipo cuya fotografía quedaría perfecta en un articulo sobre crímenes contra la humanidad, me acusa de no guardar el turno y se acerca amenazador. Le reciben las fauces babeantes de Penélope que acompañan a ese gruñido bajo tan clarificador de sus intenciones.

El tipo se larga. Yo busco inútilmente las galletas con sabor a queso que he olvidado en casa.

Llego al complejo de cabañas en el Pirineo alrededor de las doce, la encargada, una mujer de mediana edad con el rostro atezado por el sol y la agilidad propia de quien vive en contacto con la Naturaleza, me indica la cabaña en cuestión, me informa que solo hay otra cabaña ocupada de las seis restantes, que no esperan a más visitantes, y que tendré un tiempo espléndido. Me avisa de que la piscina que hay en la parte posterior del complejo esta lista para usar, pero que a estas alturas de la temporada no cree recomendable hacerlo. Lamenta que no estén preparados los troncos cortados para el hogar –el encargado de mantenimiento del complejo sufre un ataque de reuma esta semana-, pero en un cobertizo que me señala con la mano extendida, puedo encontrar un hacha. También un numero suficiente de troncos sin cortar.

Antes de marchar, me dice que en la otra cabaña ocupada hay una señora joven muy atractiva y simpática. Queda en silencio durante unos breves instantes, mueve la cabeza dubitativamente y afirma que no cree que necesite prender el hogar. La relación entre ambas informaciones me deja sumido en un mar de reflexiones ambiguas.

Se aleja en una motocicleta de baja cilindrada, murmurando algo acerca de unas vacas que están nerviosas y necesitan ser ordeñadas. Compruebo que había olvidado que las vacas son seres que necesitan ser ordeñadas y culpo de ello a los bricks de leche pasteurizada. Me imagino aferrado a las ubres de una vaca neurasténica y sonrío. Me siento feliz, la Naturaleza comienza a afectarme positivamente.

Las cabañas están situadas en una explanada desforestada. A espaldas de ella y a unos cien metros, un bosque denso invita a adentrarse y charlar con las hadas, gnomos, trasgos, elfos y demás habitantes habituales de los parajes incontaminados.

Enfrentado al complejo de cabañas, un río de aguas cristalinas y rumorosas acompaña al silencio del paisaje idílico, un puente pequeño, de piedra y pasamanos de madera pulida solo por las manos que se han apoyado en él, invita a cruzarlo y adentrarse en la fronda de pinos y otros especimenes arbóreos que me resultan tan familiares como el comportamiento de las Supernovas.

Más allá, en una lejanía difícil de calibrar, unas montañas abruptas, se aproximan artificialmente a causa de la pureza del aire -no descarto que la pureza del aire las aleje en lugar de aproximarlas- y la nieve aun las cubre en buena parte de su superficie. El conjunto es de postal, el aire puro llena mis pulmones y me siento feliz.

Frente a una de las cabañas está aparcado un pequeño todo terreno y me imagino que pertenece a la señora joven y atractiva que ha mencionado la encargada del complejo. Más tarde iré a saludarla. Tal vez sea ella quien venga a presentarme sus respetos, el más antiguo acostumbra a ejercer de anfitrión. Será bien recibida.

Dedico unos instantes a reconocer la cabaña que me ha sido asignada, en su interior una estufa eléctrica y un par de mantas gruesas, me hacen pensar que no será necesario convertirme en leñador improvisado, por romántico que resulte el fuego del hogar. En la despensa hay latas de conserva y colgada de la pared, una brillante batería de cocina parece esperar ordenes. Una pequeña nevera contiene una docena de huevos, un plato de chuletas, butifarras crudas, butifarra negra y blanca. Típico.

Suficientes utilidades en un lugar paradisíaco, la combinación perfecta para un fin de semana bucólico. Penélope rastrea con su largo morro todos los rincones del lugar y parece encontrarlo todo a su entera satisfacción, ya que se tumba en la cama adosada a la pared del fondo y resopla satisfecha.

Salimos al exterior para un reconocimiento más a fondo, Penélope trota a velocidad endiablada, saltando y efectuando cabriolas inverosímiles. Es la sabia alegría de los seres naturales.

En el pequeño puente de piedra que permite cruzar el río, puedo apreciar toda su belleza, el agua de una claridad casi sobrenatural para un barcelonés, en su avance impetuoso forma pequeños remolinos burbujeantes. De vez en cuando no es nada extraño divisar truchas nadando. En realidad imagino que son truchas, pero si alguien asegurase que son merluzas en fase de crecimiento, no sería capaz de llevarle la contraria. Si a lo largo de mi vida hubiese aprendido a pescar con caña, en este momento lamentaría no haber traído los aparejos de pesca. No es el caso.

Paseo por un prado de verdor sereno y siento como la tensión de la gran urbe me va abandonando con cada paso que doy. Me adentro en el bosquecillo cercano seguido de mi perra que ladra alegremente. Un rumor sobre mi cabeza provoca en mi un ligero sobresalto, son ardilla juguetonas saltando entre las ramas. Nunca hubiese llegado a pensar que la belleza sencilla de esos animales llegaría a emocionarme, se mueven con una ligereza que las convierte en manchas rojizas, en ocasiones su cola bate sobre las ramas y provoca un desprendimiento de pinaza sobre mi cabeza que me hace sonreír.

El bosque que desde el río parecía de una densidad impenetrable, en su interior no lo es tanto, hay claros por los que se filtran los rayos del sol y forman arabescos de luz en el suelo cubierto de musgo y hojas muertas. Rumores de vida no contaminada se esparcen con suavidad por doquier y permiten que el espíritu se serene y eleve. Siento una desconocida satisfacción.

Doy un largo, exhaustivo paseo gozando de todas y cada una de las maravillas que la Naturaleza me ofrece. Al cabo de un par de horas, estoy cansado y decido regresar, el rumor del río que serpentea alrededor del bosque me guía de vuelta al puente de piedra.

El sol arranca destellos plateados de las aguas del río y no puedo evitar permanecer asomado al pretil, respiro con fruición un aire de pureza dolorosa que las montañas nevadas parecen generar.

Al cabo de un tiempo que no sabría determinar, siento un intenso frío en los pies. Mi calzado de ciudad está mojado y en un estado lamentable. No me importa, al regreso compraré otro par para sustituirlo. Regreso a la cabaña, el largo paseo me ha despertado un apetito feroz y me dispongo a preparar la comida. Encuentro lo necesario para preparar allioli, lleno un mortero entero y lo pongo sobre la mesa, al cabo de un rato le acompañan un plato de chuletas, una butifarra cruda y una cantidad, quizás exagerada, de judías de lata. Para beber he encontrado una botella de vino tinto sin etiquetar, tiene un sabor áspero, aunque poco sospechoso de la habitual adulteración industrial. Como con apetito feroz, hacía tiempo que no comía con tal abundancia y con tanto gusto. Probablemente es eso lo que me provoca una soñolencia que me lleva a tumbarme en la cama.

Me despierto un par de horas más tarde, siento el estomago pesado y una molesta acidez que me devuelve el sabor de la comida. Salgo a pasear a fin de favorecer la digestión. El sol se está poniendo, el viento es un estilete gélido que me provoca un escalofrío agudo y me obliga a regresar a la cabaña, prender la estufa eléctrica y esperar que mi cuerpo reaccione. Me pongo un jersey grueso que no he olvidado traer y contemplo el paisaje agreste a través de la ventana que se empaña con facilidad debido a la diferencia de temperaturas entre el interior y el exterior.

Al cabo de una hora, entre el calor de la estufa y el grueso jersey, sudo. El ardor de estomago a estas alturas se ha convertido en una molestia considerable, rebusco por la despensa y en el pequeño botiquín del cuarto de aseo. Mis caseros son más aficionados a la butifarra que a los antiácidos y a falta de ellos decido salir a dar una larga caminata que me ayude a digerir el exceso de comida, ahora que entre el jersey y el calor de la estufa ya no siento frío.

En el exterior, el anterior viento gélido se ha convertido en un frío demencial que me hace regresar tiritando a la cabaña. La magnifica puesta de sol que llena de rojos incandescentes la blancura de las lejanas montañas, me seduce tanto como el discurso de toma de posesión de un primer ministro albano en estado de delirio etílico. La acidez aprieta. Cojo el coche y me dirijo al pequeño pueblo situado a siete kilómetros de distancia para proveerme de un antiácido potente.

El pueblo es un amontonamiento solitario de casas bien pertrechadas para soportar las bajas temperaturas. Me dirijo al bar, el único edificio de iluminación notoria, para averiguar la ubicación de la farmacia. El local está regentado por un matrimonio de aspecto averiado que parecen ser capaces de comunicarse con gestos y miradas que recuerdan el protocolo de una danza de apareamiento. Me indican amablemente la manera de llegar hasta la farmacia.

En este pequeño pueblo, no hay distancias y la encuentro con facilidad, pero está cerrada, aunque han tenido la precaución de poner la relación de las farmacias de guardia. La más cercana está en un pueblo situado a treinta y cinco kilómetros de distancia según me cuenta el dueño del bar a donde he regresado en busca de un asesoramiento, a cada minuto que pasa más perentorio a causa de mis molestias estomacales. El buen hombre me informa de tres cosas: La primera es que me podría indicar el domicilio particular del farmacéutico, pero que no merece la pena, ya que ha ido a pasar el fin de semana a Barcelona. La segunda, que el camino que conduce al pueblo donde debe haber una farmacia de guardia, es una pista forestal de difícil transito y que siendo yo forastero y no conocerla, considera francamente peligroso que me atreva a desplazarme hasta allí en plena noche. La tercera es que él, lo único que puede hacer es darme un vaso con Sal de Frutas Eno. Y rápido porque está a punto de cerrar.

Son las ocho de la noche, cuando llego a mi cabaña. La luz de la cabaña donde mora la señora joven y atractiva, sigue cerrada.

En el interior de mi cabaña compruebo que a pesar de haber dejado la estufa eléctrica encendida, el frío es intenso. Salgo al exterior dispuesto a cortar unos troncos del cobertizo y encender el hogar, lo cual además de dotar al ambiente del sabor natural que yo he venido buscando eliminará el problema del frío. Penélope me acompaña, corremos hasta el cobertizo, allí encuentro los troncos sin cortar y un hacha convenientemente afilada para cortarlos.

A los quince minutos de dar furiosos hachazos a diestra y siniestra he cortado tres miserables troncos, con diferencian los más delgados del montón, tengo la sensación de que el mango del hacha arde en mis manos, y en un par de ocasiones he estado a punto de cortarme un pie, concretamente el izquierdo. Como compensación el ejercicio violento ha hecho desaparecer el frío. Ahora sudo profusamente.

Cuando regreso a la cabaña al cabo de cuarenta minutos, llevo bajo el brazo –con las manos no puedo aguantarlos debido a unas llagas sangrantes que me ha producido el mango del hacha- cinco miserables tronquitos que dudo sean de mucha utilidad. He conseguido no cercenarme el pie, sin embargo.

En la cabaña encuentro sin dificultad los elementos necesarios para prender el hogar, lo que no encuentro es el manual de uso y disfrute. Tras arduos esfuerzos consigo que los troncos ardan produciendo una humareda digna del incendio de una fabrica de pesticidas. El frío es solo un lejano recuerdo. Ahora temo morir intoxicado, si antes el humo no me ha asfixiado.

La acidez de estomago ha disminuido lo suficiente para que no maldiga mi estampa, sin embargo no me siento con animo para preparar la cena. Me acomodo cerca de la ventana para gozar del paisaje, la oscuridad en el exterior es una manto denso como un caldo de cultivo. Siento pena de mí mismo. No lloro por temor a que las lagrimas al congelarse en mi cara, me produzcan daños duraderos.

Por supuesto no hay televisor, rompería el encanto de la rusticidad. Me percato de que he olvidado añadir un libro a mi equipaje.

Salgo aterido, quiero comprobar si hay luz en la cabaña ocupada. En la oscuridad piso algo blando y vivo, y caigo mientras mi victima huye con un rumor viscoso. Regreso a mi cabaña antes de comprobar si hay luz en la otra.

La ingestión del humo que desde el hogar rebota hacia el interior de la cabaña, comienza a parecerme peligrosa. Al parecer el viento sopla en la dirección errónea esta noche. Tal vez la Naturaleza haya decidido asesinarme. De cualquier manera es un problema relativo, ya que mi provisión de troncos pronto queda reducida a unas patéticas cenizas que humean débilmente en el fondo del hogar.

No me siento capaz de afrontar los riesgos del exterior, ni el frío polar, ni el martirio de aferrar el hacha con mis manos ensangrentadas. Añoro una autopista iluminada que me conduzca a la civilización en el menor tiempo posible, pero no me atrevo a buscarla cruzando territorio enemigo.

Recuerdo las mantas y me consuelo un tanto. Preparo la cama, compruebo que la estufa eléctrica sigue encendida y me dispongo a dormir. Apago la luz. En cuanto cierro los ojos averiguo dos cosas. El rumor del río a pesar de la distancia es un ruido estrepitoso. Para compensar el viento soplando entre los árboles del delicioso bosquecillo es un espanto ululante digno de una película de terror.

¿Será cierto que los ríos y los bosques de montaña están habitados por seres malignos que se alimentan de los desprevenidos habitantes de la ciudad?. ¿Y si la otra cabaña está ocupada por un psicopata sediento de la contemplación de mis vísceras sangrantes expuestas al frío de la noche por la acción de su sierra eléctrica?.

El frío intenso, a pesar de las mantas y la estufa, me acosa y obliga a olvidarme de tonterías. Recuerdo haber visto en la alacena una botella con un resto de coñac barato y la vacío a tragos rápidos. Sin duda es más eficaz como un rápido promotor del estado etílico que como remedio para el frío. Le ruego a Penélope que suba a la cama y me abrazo a ella. Así consigo conciliar un sueño borroso, ahíto de vaharadas alcohólicas e interrumpido de vez en cuando por el tamborileo de las ardillas, esos malditos animales peludos, en el tejado de la cabaña.

Me despierto aterido, aquejado de una resaca angustiosa y con el recuerdo de la acidez presente. La oscuridad, extenuada, cede el paso a los primeros albores, de un gris sucio, que apuntan tras las montañas. Sigue haciendo un frío de cojones. Me consuelo pensando que los temblores que recorren mi cuerpo no son mayores que los de un yonquí aquejado de síndrome de abstinencia. De nuevo me amodorro abrazado a Penélope. Al despertar las llagas de mis manos ya no sangran, pero duelen más que ayer. Penélope me da un lametón solidario que agradezco rascándole el lomo. Debo hacerlo con los dedos extendidos a causa de las llagas.

Miro por la ventana, el sol luce en todo su esplendor y el paisaje es la maravillas que me cautivo ayer. Pero, francamente, estoy más que harto del ruido insoportable del río, la sola visión de las cumbres nevadas me hace tiritar, el bosque que me rodea e intenta ahogarme o convertirme en árbol, me entristece de tal manera que me pondría a llorar si no fuese porque me da vergüenza que me escuchen las truchas. El rumor del viento entre los árboles me crispa los nervios, y siento deseos de gritar obscenidades. Gustosamente saldría a exterminar ardillas a hachazos. O mejor aun, con un lanzallamas.

Salgo a escape en busca de la autopista más próxima. Desde que llegué ayer han transcurrido eternidades de tiempo.

Paso frente a la otra cabaña habitada en el momento en que una mujer de unos treinta años, vestida con unos pantalones cortos que ciñen unas bellas piernas, y una camisa a cuadros anudada a la altura del ombligo, sale y me saluda sonriente, agitando una mano en alto. ¿Dónde demonios estaba ayer por la noche?.

Aprieto el acelerador y paso por su lado despidiendo una nube de piedras y polvo, obviando su mirada de extrañeza. Es Circe en busca de nuevos integrantes para su piara.

¿Qué otra cosa podría ser?.

FIRMADO: HUMPHREY

1 comentario: