Aviso para navegantes: mi novela "El árbol bajo el que siempre llueve" se publicó hace unos años en formato digital, ahora mi editor ha decidido dar la oportunidad de leerla con la opción papel para aquellos que disfrutan con el aroma clásico de los libros, yo tras pedirle permiso y él concedérmelo he decidido que podáis leer, si así os apetece, los dos primeros capítulos de forma gratuita. La obra es una road movie que me obligó a viajar a diversos países: Portugal, República Dominicana, Brasil y Argentina.
Ahí está, colegas. Que la disfrutéis. De nada.
Introspección
Al principio, mientras se imaginaba mirando al mar, sumido en un silencio solo roto por los eventuales gritos de alguna ave marina, resonaban en su cabeza los mil ruidos de la ciudad atareada, el rechinar de vidas apresuradas, una lejana añoranza le estremecía. Eso era al principio.
El rumor de las olas se confunde con la risa lejana de Yusimi que bromea con unos pescadores. Ella es la mujer, o algo parecido, de Nené, el cocinero de la pousada. La veo acercarse balanceando unas caderas de generosidad exagerada, en la mano un cesto con alguna pieza acabada de arrebatar al mar. Sonríe y saluda con la mano al patrón.
Dicho de otra manera, me saluda a mí. Simulo que no la veo, que la calima me ha adormilado, no respondo a su saludo. Yusimi, en esta pequeña porción de paraíso que es La Isla, será tarde o temprano motivo de disputa, pero eso a Nené no le resulta evidente. A mí sí, pero me conformo con no ser yo quien genere la disputa, me gusta Nené, es el mejor cocinero que he tenido, es un tipo leal. Todo ello sin contar que para mi gusto, Yusimi tiene el culo demasiado gordo. A Nené parece ser que le gustan los culos gordos, al menos –cuando su anterior esposa, o lo que fuese, Marcia, se largó de La Isla, decidida a compartir su desconcierto con aquel americano que llegó perdido y se fue al cabo de poco tiempo tan perdido como cuando llegó– lo que dijo fue que no le importaba demasiado su ausencia, que Marcia no tenía culo y por el contrario tenía la boca grande en exceso. Yo creo que sí que lo tenía, pero eso lo único que demuestra es que Nené y yo tenemos gustos distintos por lo que al culo de las mujeres se refiere.
Es posible que lo que Yusimi traiga en el cubo sea una colecta de esos enormes cangrejos de caparazón azul celeste, que Nené cocina hirviéndolos con cachaça y especiándolos de manera que se convierten en un manjar irresistible. Ayer me prometió que los cocinaría para mí.
A media mañana, La Isla es una caldera benigna acariciada por unas olas resignadas a morir en sus playas, el agua es tibia y contamina con su pereza a todo aquel que se baña en el mar. Yo prefiero esperar a media tarde para nadar en sus aguas, la marea comienza su ascensión, se apaga el azul del cielo y se encienden los distintos tonos de rojo y oro, entonces es mi hora. Cuando imágenes como esta invaden mi mente, creo probada la relación que la molicie tiene con el sentimiento poético. Aunque eso quizás solo me pase a mí. Es posible.
De hecho tampoco tiene importancia, no la tiene ni siquiera para mí.
Las mañanas son para perderse en ensoñaciones vanas, en meditaciones ociosas, en el cuerpo solo imaginado de Bebel, o quizás de Maysa.
Oigo la voz de Nené que llega desde la cocina, se dirige a Yusimi, que es cruce de mulata cubana y mulato brasileño, cruce difícil de digerir. La voz de Nené contiene deseo:
—¿Qué tienes para mí, mulata?
—Nada que te vaya a gustar, negro feo.
—¿Y esta noche, vas a tener algo para mí?
—La luna dirá, negro, la luna dirá.
Luego risas.
Una mano cálida aparece por detrás del chinchorro, se pasea por mi cara y tapa mis ojos. Posiblemente sea Maysa, aunque no descarto que sea su hermana Bebel, sus manos se parecen. Las dos hermanas se parecen, aunque se diferencian por el lunar en forma de V que Bebel tiene en el pliegue de carne donde el brazo derecho se une al hombro.
Sigo con los ojos cerrados, imaginando cuál de las dos pueda ser, sea quien sea es un placer el contacto de su mano. Es posible que en algún momento sienta el deseo de saber cuál de las dos es, pero no ahora. Sigo con los ojos cerrados y me dejo acariciar por las manos de Bebel o de Maysa, quién sabe.
Un pájaro de un verde chillón pasa volando sobre mí, su voz proclama: Eso no es vida, muchacho.
Y una mierda no es vida, le contesto en silencio. Y pienso que tal vez así soy feliz. Me pierdo en una rememoración, una vez más, del camino seguido hasta llegar a La Isla.
Un avión, un tren
Aquella noche había dormido poco y mal. Más o menos como en las anteriores ocasiones en que había viajado a Suiza por cuenta de la empresa. Suiza es un país serio, limpio y tiene excelentes bancos con cuentas numeradas. Hay gente que llena esas cuentas con su dinero. La empresa donde yo trabajaba lo hace. Dinero negro que se encarga de transportar el Director Administrativo. Yo. Por eso había dormido poco y mal aquella noche. Si te pillan, te joden. A la empresa. Y a ti algo te toca, seguro.
En aquella ocasión eran tres millones de euros. No hay en el mundo agente aduanero capaz de creer que tal cantidad de dinero es un regalo para una sobrina enferma. Y si quería ser sincero, la excusa que les ofrecería si descubrían los tres millones de euros no sería mucho mejor que eso.
Cerré el vuelo en un mostrador atendido por una muchacha tan soñolienta como yo mismo, que recompensó mi presencia con una sonrisa de repetición disparada sin entusiasmo. Eran las ocho y diez de la mañana, según mostraba el panel luminoso situado frente a mis ojos. Sentado a mi lado, un tipo gordo trataba de adivinar las medidas corporales de toda mujer que pasaba a menos de tres metros. Parecía ser un buen deporte. Yo no imaginaba cuál sería el premio final que iba a obtener el gordo.
Entonces comenzó. El primer espasmo recorrió mi cuerpo como una descarga eléctrica aplicada en la boca del estomago. El segundo, al cabo de quince segundos, pateó con furia mis intestinos y amenazó con activar el dispositivo de apertura de mis esfínteres. El gordo seguía a lo suyo. En aquellos momentos lo suyo era una pelirroja que tenía las piernas demasiado delgadas para una falda demasiado corta. Por fortuna los servicios estaban cerca y llegué a ellos sin tener que preocuparme de darle explicaciones al gordo.
El alivio que sentí fue instantáneo, cesaron los espasmos y mi cuerpo le transmitió al cerebro las señales adecuadas para que dejara de preocuparse. Y lo hizo a conciencia. Miré el maletín que reposaba entre mis piernas y me dormí sentado en el excusado del aeropuerto. No me había pasado nunca.
Me despertó el retumbar del fin del mundo acompañado de un escandaloso tintineo de cristales rotos. En el aeropuerto de Nápoles aquello podría ser el Vesubio recordando viejos tiempos. El suelo del aseo donde estaba encerrado intentó escapar de mis pies corriendo hacia ignoro qué lugar. Me descubrí sentado en una baldosa fría y con los pantalones ciñéndome las rodillas. En el aire vibraban potentes señales de dolor y salvajismo. En ese momento comenzó el griterío.
Aferré el maletín con el dinero para protegerlo de lo que provocaba que la gente gritara y salí a la terminal. Allí reinaba el desorden más absoluto, la gente corría de un lado hacia el otro. Chocaban entre sí sin dar señales de saber con exactitud lo que hacían. Me sorprendió el olor acre de una humareda, que ahora distinguía en la pista. Entre el humo denso se apreciaban llamaradas anaranjadas que cubrían una extensión de pista que no supe dimensionar, aunque la zona afectada parecía demasiado amplia para resultar real. Hacia aquella zona se dirigían las sirenas de los coches de bomberos y ambulancias, que con su estrépito magnificaban la sensación de desastre.
Una voz, a mi lado, cargada de matices de histeria, explicaba lo que había sucedido: ha sido el vuelo 122 con destino a Zúrich, el avión ha estallado antes de emprender el vuelo. Mi primera reacción fue pensar que los pasajeros del vuelo 122 habían pagado por algo que no habían hecho, y que el mundo estaba loco. La segunda fue más acorde con el papel que yo tenía asignado en aquel escenario: pensé que semejante confusión retrasaría la salida de mi vuelo. Y lo que era peor: con toda probabilidad la policía controlaría con minuciosidad las pertenencias de los pasajeros. Y eso a mí no me convenía.
Alguien repitió que era el vuelo 122 con destino a Zúrich. El número comenzó a martillear mi conciencia, 122 122 122 122 122 122 122 122 122 122. Cuando mi mano encontró la tarjeta de embarque comprobé que mi número de vuelo era el 122, entonces miré el reloj. Había estado durmiendo casi cuarenta minutos en el lavabo. Me quedé sentado, temblaba, los pantalones sin abrochar tendían a abandonar mi cintura. Y sin embargo nadie se fijaba en mi, mucha gente hacia cosas raras en aquellos momentos.
Una mujer de aspecto adinerado estaba tumbada sobre uno de los sofás de la terminal, la falda, trepando hasta una altura inapropiada de sus muslos permitía ver unas bragas rojas. Intentaba tragar todo el aire posible, lo hacía con la boca muy abierta y su cara parecía más diseñada para apoyar en ella un vaso que para respirar. Un hombre joven, alto y fuerte, apoyaba la espalda en una columna y mantenía las piernas exageradamente abiertas, en sus ojos solo había un vacío profundo, la soledad de un teatro después de la función. Cuatro empleados del aeropuerto corrían sin dar la impresión de saber con exactitud lo que debían hacer. Un tipo, cuya boca parecía una grieta en una pared acabada de encalar, yacía inmóvil en el suelo. Le miré y respiraba, aquello me pareció suficiente.
Una mujer apoyaba su frente en la pared y la golpeaba suavemente con sus puños, los golpes eran suaves pero sus hombros se estremecían con fuerza. Supongo que un familiar iba en el avión que acaba de estallar. Mi primera intención fue ayudarla, pero no supe qué hacer y pensé que lo más apropiado sería coger el maletín con el dinero y largarme. Me acordé con sobresalto de que lo había dejado en el suelo a unos dos metros de distancia de mis piernas. Me abalancé agarrándolo con fuerza excesiva y me dirigí a la salida. Pisé cristales rotos que no sabía decir de dónde habían salido. Tropecé con personas que corrían. Vi a gente llorando y a otros sentados en el suelo con la cabeza entre las manos, posiblemente rezando, quizás maldiciendo, tal vez solo tratando de reubicarse en un mundo del que habían perdido toda referencia.
Cuando llegué al exterior de la terminal, tomé mi teléfono móvil y dudé si marcar en primer lugar el número de mi casa o el de mi empresa. Miré al cielo sucio de humo durante unos instantes, luego miré al maletín al que mis manos aún temblorosas imprimían un ligero movimiento de vaivén, aspiré con fuerza un aire cargado de reminiscencias de combustible. Y guardé el móvil en mi bolsillo.
El taxista al que abordé dudó qué hacer. Dijo que era posible que tuviésemos problemas para salir del área del aeropuerto. Le pedí que lo intentase, que era imprescindible llegar al centro de la ciudad en pocos minutos, reforcé mis argumentos con la promesa de una gratificación.
Nadie nos impidió salir, supongo que fue una cuestión de minutos, pocos, imagino. El taxista tenía la radio sintonizada en una emisora que procuraba informar de lo sucedido en el aeropuerto. No me preguntó sí me apetecía escuchar las noticias, la posibilidad de que hubiese alguien a quien no le interesase seguir los detalles del atentado no entraba en su imaginación. Todas las emisoras debían estar conectadas a la tragedia, todas navegando en una bruma de desconcierto llena de noticias contradictorias.
El vuelo 122 había estallado con 128 pasajeros a bordo, no había la menor posibilidad de supervivientes. Atentado islamista. El vuelo 122 con destino a Zúrich había caído víctima de un brutal atentado, presumiblemente provocado por la presencia a bordo de una delegación israelí. Al parecer, Al Qaeda ya había reivindicado el atentado a través de Internet. El vuelo 122 se convertía en uno de los atentados más sangrientos del año. Nadie había reivindicado la autoría del atentado, aunque surgían rumores que apuntaban a un grupo salafísta. El vuelo 122 con destino a Zúrich parecía una advertencia a Barcelona, y a través de ella a todas las potencias occidentales, de que ninguna ciudad en ningún país del mundo estaba a salvo, ya que entre su pasaje no figuraba objetivo alguno que justificase semejante atentado.
Nadie dudaba de que el Islam estaba detrás de la masacre, aunque se hacían gestiones en los entornos cercanos a ETA por si acaso no fuese así. Hacía algunos meses, en Madrid había sucedido algo semejante. Al principio nadie dudó que el brutal atentado había sido obra de ETA, ahora nadie dudaba que el Islam era el responsable. En este caso el planteamiento podría ser el inverso.
Mi cuerpo se estremeció con un ramalazo de pánico, curiosamente ahora que el aeropuerto se alejaba. Afortunadamente mi taxista estaba demasiado ocupado trasteando el dial de su receptor de radio para darse cuenta de mi estado.
Una pequeña retención obligó al taxista a dejar el dial en paz y la emisión quedó fijada al azar en una tertulia matutina. Los contertulios estaban de acuerdo, aquello era una salvajada. De hecho era en lo único que lograban ponerse de acuerdo. Alguien dijo que eran inevitables ese tipo de sucesos, otro contestó que, si era cierto que eran inevitables, entonces estábamos inmersos en la Tercera Guerra Mundial. Una señora manifestó su particular opinión de pedir cuentas a los EEUU por aquel tipo de sucesos, aunque se le olvidó manifestar la manera de pedir cuentas a los USA. El moderador anunció que no era aquel el momento de pedir cuentas a EEUU por lo ocurrido, sino de rendir homenaje a las víctimas. Tampoco dijo cómo debería pedirse explicaciones a los USA, ni la razón por la cual deberían pedírsele. Todos estuvieron de acuerdo en que era mejor esperar para exigir esas explicaciones, aunque siguieron sin aclarar las razones de la hipotética petición. Posiblemente los contertulios tenían tan asumidas las razones que no consideraron necesario explicarlas.
Nadie habló de pedir explicaciones al mundo islámico. Si los tertulianos dudaban acerca del ejecutor de la barbarie, nadie dijo nada. Las ideas parecían agotadas por el dolor, enquistadas por la costumbre, exacerbadas por las convicciones políticas o distorsionadas por uno u otro ideal. Cada ideal su propia distorsión.
Las entradas y salidas del aeropuerto acababan de ser selladas al tráfico excepto para las ambulancias, unidades de bomberos y los vehículos de los cuerpos de seguridad, anunció un locutor. Mientras tanto, mi taxista y yo circulábamos por la Autovía de Castelldefels camino a la estación de Barcelona-Sants.
En la estación de Sants, cuando abandoné el taxi, tuve la suerte de que un tren con destino a Madrid estuviese a punto de partir. Pensé que llegaría a tiempo para tomar el expreso con destino a Lisboa. En algo menos de una hora el Altaria de RENFE abandonaría la estación de Sants, y yo iría en él.
Los billetes de tren no son nominales, había pagado con dinero en efectivo, la llegada a Lisboa sería tan impersonal como la salida de Barcelona y Madrid. Mi huida no dejaría el menor rastro.
Por fin, sentado en una mesa del vagón restaurante, recapacité sobre lo que estaba haciendo. ¿El error que estaba a punto de cometer?
Parecía coherente repasar mi vida en aquel momento. Cuando alguien muere toda su vida pasa frente a él en un instante, vuelve a revivir las miserias y alegrías que experimentó a lo largo de su existencia, los malos actos que deberá purgar y las buenas acciones que le redimirán, si es que ese tipo de redención existe. Ya acababa de morir en el vuelo 122 con destino a Zúrich si no decidía lo contrario y tomaba un tren en sentido opuesto en cuanto llegase a Madrid.
No iba a regresar, así que lo de revivir el conjunto de mi vida antes de desaparecer definitivamente de ese plano de existencia era procedente.
Tenía en aquel momento 42 años, una esposa con la que había compartido 20 años de matrimonio y dos hijos: una mujer de 19 años, y un casi hombre de 18. Había compartido con ellos momentos felices. Aunque quizás hablar de felicidad relativa fuese lo más apropiado, ¿debido a la propia esencia del ser humano que no le permite gozar de una felicidad sin fisuras? Lo cierto es que una vez muerto y camino de una nueva vida, el detalle comenzaba a perder importancia.
María, mi mujer, salvando algunas cuestiones que se ceñían más al ámbito pasional que al doméstico, hizo todo lo posible para que fuéramos felices. Así fue hasta que nuestros hijos llegaron al mundo con su carga de exigencias y su promesa de más exigencias en el futuro. Desde ese momento, yo, como compañero sentimental, pasé a un plano secundario, mi función en el ámbito familiar no tuvo ya gran cosa que ver con la pasión que había soñado compartir con ella. María ya no se encendía cuando la miraba con deseo, en el mejor de los casos accedía a mis requerimientos sexuales, aceptaba que esa era una parte de sus obligaciones, y como obligación la trataba. Esta situación también podría achacarse a la esencia del ser humano en su versión femenina.
Y si mi vida sexual se convirtió en un aburrido episodio, cada vez menos frecuente, hay que achacarlo, cómo no, a la propia esencia del ser humano en pareja. No podía, no debía quejarme. El tren avanzaba con rapidez dejando atrás lamentos y rencores.
Sin embargo, no debo olvidar que en los momentos difíciles volvíamos a ser una pareja unida, dispuesta a luchar para superar cualquier dificultad. Los dolores los degustábamos juntos –como debe ser–, las alegrías llegaron a convertirse en un elemento exótico. Nos acostumbramos a pensar que esas alegrías no tenían por qué ser compartidas. Quizás eso también debamos achacarlo a la propia esencia del ser humano. No podría asegurarlo, pensar en los fracasos de mi matrimonio dolía. Y el dolor acostumbra a vencerme, es más fuerte que yo. El tren no avanzaba aún con suficiente rapidez.
También, aunque quizás debería decir especialmente, compartíamos la rutina, esa estúpida enfermedad del alma que tanto une a las parejas.
Mi hija era una chiquilla vital y alegre, siempre dispuesta a formar con su madre un muro contra el que yo me estrellaba por los motivos más peregrinos. El muro tenía una densidad comparable a la fe que había llevado a unos cuantos desgraciados a adosarse una bomba a la espalda y volar el vuelo 122 con destino a Zúrich. ¿Debía atribuirlo a la esencia del ser humano, en este caso en su versión hija adolescente-madre protectora?
La vía corría paralela a una carretera por la que un solitario automóvil parecía competir con el tren en un evidente desafío a la nada, una disputa sin premio. Un final cierto sin embargo: ganara quien ganase, nada iba a cambiar.
Tal vez era yo quien conducía aquel automóvil. Confiaba que no fuese así.
El automóvil comenzó a perder terreno. En un último vistazo observé cómo encendía el intermitente izquierdo y se detenía frente a un paso a nivel para tomar el desvío hacia algún lugar. Finalmente él sí sabía hacia dónde se dirigía, lo cual no me consoló en absoluto.
La súbita negrura de un túnel me sobresaltó, durante unos instantes perdí el hilo de mis pensamientos, aunque no me costó retomar mi propia historia. Mi hijo no formaba ninguna clase de muro con mi esposa, el suyo era un muro propio contra el que nos estrellamos todos. No se le podía negar que a sus 18 años demostraba una personalidad acusada. Hacía pocos días le había recriminado una actitud que no me pareció adecuada, debía de tratarse de algo poco importante, ya que no recordé de lo que se trataba. Sin embargo recordaba con claridad su respuesta: mi hijo se plantó frente a mí y me dijo que tal vez quisiese obligarle a reconsiderar su actitud por la fuerza, de hombre a hombre.
Son cosas del macho en fase de crecimiento que trata de reafirmar su personalidad. En pocos años su actitud posiblemente ya no tendría connotaciones que me entristeciesen, aunque dudaba que llegaran a hacerme feliz. Una pura anécdota a la que no debía conceder mayor importancia. ¿Cosas de la esencia del ser humano en versión hijo adolescente?
Miré a través de la ventanilla. Un bosque denso tapaba el cielo. La rutina del paisaje prendió mi atención hasta que el bosque cedió el paso a una sucesión de tierras roturadas que se extendían bajo un cielo azul lechoso amenazante de lluvia. Los agricultores y las empresas hidroeléctricas que veían cómo el nivel de los pantanos disminuía de forma preocupante, se alegrarían. Sin embargo a los bomberos e investigadores que en aquellos momentos trabajaban alrededor del vuelo 122 con destino a Zúrich les estaría tocando los cojones al complicarles un trabajo de por sí angustioso. Nunca llueve a gusto de todos.
Eché un vistazo a mí alrededor, en la mesa frente a la mía un adolescente daba cuenta de un bocadillo en el que cabría cómodamente un caniche. Su expresión me recuerda a la de un hombre hambriento mirando un plato de comida vacío. Nada que no se pueda arreglar con relativa facilidad. Probablemente reúna energía suficiente para retar a su padre a un amistoso intercambio de puñetazos.
Mi mente sintió la necesidad de regresar momentáneamente al lugar donde transcurría mí vida laboral. «Mi empresa», allí donde durante unos años presté mis servicios a cambio de un sueldo. Mientras lo recordaba, aún me resistía a pensar en ella como «el lugar donde trabajaba», el lugar donde transcurría la mayor parte de mi vida y que a cambio de fidelidad incuestionable me facilitaba un bienestar económico.
Mefistófeles, por supuesto. No debía quejarme, siempre me han jodido los lamentos de Fausto. Me molesta la incoherencia aplicada a mi vida.
La empresa confiaba en mí tanto como el diablo confiaba en Fausto, es la confianza que el poderoso siente por el débil, sabe que puede castigarle en el mismo momento en que se aleje de sus deseos y de sus necesidades. Todo ello perfectamente adaptado a las leyes del mercado, o sea una vez más, sin apartarse de lo que es la esencia del ser humano. Sin embargo mi conciencia repetía que no estaba siendo leal, que estaba defraudando a quienes confiaban en mí. Junto a la mensualidad recibes una carga de sentimiento de culpabilidad. Viene impreso en los billetes, no puedes dejar de infectarte.
Recordé los consejos que mi antecesor en el puesto me había dado mientras yo era su mano derecha: «Cuida a la empresa muchacho, ella cuidará de ti cuando la necesites».
Poco después se produjo una reestructuración de plantilla. Le despidieron junto a un grupo numeroso de gente, la mayoría en la edad en que las hipotecas deben ya estar pagadas, aunque a nadie se lo preguntaron. Una parte de los despedidos deseaban gozar ya de unos años de tranquilidad y el despido les facilitó la decisión. A los que deseaban o necesitaban conseguir un buen puesto de trabajo se lo pusieron difícil, a esa edad es mejor soldarse al puesto de trabajo. En teoría una cosa debería compensar a la otra. En una estadística de grandes números, por supuesto. Los casos particulares que no se compensan son desviaciones de la mediana. Nadie se dedica a la estadística para preocuparse de las desviaciones de la mediana.
Yo no contribuí a que lo despidiesen a mi jefe directo. Tampoco hice nada para que no lo hiciesen, me conformé pensando que no estaba en mis manos evitarlo y que, me gustase o no, así es como funciona el mercado laboral.
¿Me entristeció su despido? Claro que me entristeció, sin embargo la circunstancia de saber que su sucesor sería yo matizaba la tristeza. Mi carrera laboral tomaba un nuevo impulso. Y eso no me entristecía, por supuesto que no. ¿Un perfecto hijo de puta? No, todo el proceso muy de acuerdo con la esencia del ser humano.
Los campos se sucedían veloces en el cristal de mi ventanilla, y cedían paso a una línea de construcciones industriales, cada vez menos espaciadas, que preludiaban la aparición de una ciudad. El tamaño modesto del polígono industrial me hizo pensar que no sería una ciudad importante.
A largo de mi vida laboral había conseguido una buena cantidad de seguros de vida. Si los sabía gestionar bien, y no dudaba que mi esposa sabría hacerlo, mi familia estaba cubierta contra cualquier tipo de dificultad económica. Me atrevía a pensar que su porvenir estaría mejor cubierto que si yo viviera. En cuanto a «mi empresa», sentiría más dolor por la pérdida del dinero que por la de uno de sus empleados, aunque en este caso yo era uno de sus empleados de mayor confianza. Mi sucesor se sentiría... bueno, ya sabía cómo me había sentido yo en su momento.
Mi decisión, en el caso de que no hubiese sido firme ya en el momento que cerré el teléfono móvil, descartando llamar a familia y empresa, estaba cada vez más definida. Y mi forma de proceder se iba a adaptar a la esencia del ser humano, ese perdedor natural.
Y si no era así, que le diesen por culo a la esencia del ser humano, porque yo en esta ocasión iba a intentar ganar. Tras repasar todo lo que perdía dejando atrás mi vida anterior, no había encontrado motivos suficientes para no salir corriendo con el dinero del maletín.
Recordé las palabras de Woody Allen que dan título a una de sus películas: Toma el dinero y corre. Unas palabras que se adaptaban perfectamente a mi estado de ánimo en aquel momento. Pensé que el bueno de Allen, interpretaba como nadie la esencia del ser humano.
La próxima ciudad por la que pasó el tren sin detenerse era sucia, gris, sembrada de construcciones bajas y poco atractivas. Creo, sin embargo, que no me demoré en sus detalles, me distrajo la imagen irreal de una playa de aguas transparentes bordeada de palmeras, y más lejos grandes extensiones arboladas. Esta imagen me hizo recordar la ciudad que abandonaba, donde de las entrañas de la tierra surgen hombres y mujeres atareados vomitados por cada unidad de tren subterráneo que arriba a la estación. En mi mente brillaba, entre las palmeras, un sol destellante que me cegaba.
Mi mano derecha se desplazó hacía el bolsillo superior de la chaqueta, comprobé al tacto la presencia de mis gafas Ray Ban y respiré aliviado. Al menos por lo que hacía referencia al sol destellante no debía preocuparme. La ocurrencia me hizo sonreír, creo que fue la primera sonrisa que gocé desde que el día anterior alguien me había soltado un comentario gracioso en el trabajo.
En la mesa adosada a la que yo ocupaba, una pareja fuera de mi campo de visión, de la que solo me llegaban sus voces, comentaba la tragedia ocurrida hacía pocas horas en el aeropuerto de Barcelona, no había supervivientes.
Trate de que sus comentarios me resultaran ajenos. Una más de las tragedias que a diario ocurren en el mundo, nada que me afectase.
Traté de pensar en una mujer atractiva.
No pude.